Opinión

Irene Montero y el cuento de la buena pipa

C UANDO éramos pequeños, los mayores nos hacían rabiar con el cuento de la buena pipa. A cualquier cosa que dijeses te contestaban "yo lo que te digo es si quieres saber el cuento de la buena pipa". Me acordé de aquello el otro día, cuando escuché a Irene Montero contestar a cinco preguntas "ya saben que siempre me van a tener disponible para conocer mi opinión", después de soportar públicamente que la ministra portavoz no le permitiese responder en rueda de prensa. Para alguien distinto a Irene Montero, la humillación hubiese sido insoportable, pero a ella le da igual. Hace tiempo que sabe que ha llegado mucho más lejos de lo que merecía por capacidad y formación, que es ministra sin tener preparación ni experiencia, y que su vida laboral anterior a la política es tan fascinante como un folio en blanco. Por eso se la bufa todo. Tres días después de haber sido obligada a guardar silencio sobre una cuestión supuestamente capital para su partido —los derechos humanos, nada menos— la ministra y sus amigas se iban a Estados Unidos en el Falcon presidencial —¿alguien ha medido la huella de carbono del viajecito?— y posaban todas sonrisas, hechas un pincel, exultantes, fascinadas, ante un montón de banderas americanas dejando una imagen que podría usarse perfectamente para promocionar la próxima entrega de Sexo en Nueva York. Desde luego, no era la foto de un viaje de trabajo sino una instantánea para Instagram, para el álbum de recuerdos de las amiguis que se han escapado un finde a descubrir el mundo. Que conste, yo también me he ido con mis colegas a Londres o a Nueva York a creerme la reina de los mares, pero la diferencia es que me lo pagaba yo. Por eso Irene Montero aguantará lo que le echen muy calladita, ya sean inmigrantes muertos o gasto en Defensa: porque sabe que cuando se le acabe el ministerio tendrá que volver al lugar en el mundo que ocuparía si no le hubiese tocado el gordo. Y ahí, mejor que nadie, sabe ella lo que le espera.

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