Opinión

En Muxía

PASÉ EN Galicia dos días de este largo puente, tal vez para quitarme la añoranza de agua y de verde tras un otoño seco. Me reencontré con el paisaje agreste de la Costa da Morte, los acantilados de Finesterre, la playa salvaje de Trava, las callejas de Laxe, el aire salado que te persigue por donde vayas y el bramido del mar en invierno, que es el sonido más poderoso del mundo. El viernes por la mañana paseamos por Muxía y trepamos hasta el santuario de la Virxe da Barca recordando los versos que cantaba Rosalía: “Nosa señora da Barca / ten o tellado de pedra / ben o poidera ter d´ouro / miña virxe, si quixera”. Allí, donde el agua forma dibujos imposibles en las piedras de siglos y un mar de plomo se riza bajo la espuma de las corrientes, creí estar en el centro del paraíso hasta que se me ocurrió darme la vuelta: detrás de mí, junto al santuario, un campo enorme y vacío desaparecía bajo decenas de neumáticos viejos y trozos de plástico, en metáfora insultante de la porcallada y el abandono. ¿De quién es la culpa de semejante atentado? ¿Del dueño mugroso, a quien le da igual violentar de este modo la belleza del paisaje? ¿Del ayuntamiento de Muxía, que no procede a cortar de raíz la falta de respeto al entorno? Da igual: entre todos lo mataron y el solito se murió. El caso es que, en medio de uno de los lugares más bonitos del mundo, hay un vertedero de basura y a nadie parece inquietarle. Miren que conozco sitios, pero creo que nunca había visto tan de cerca lo bonito y lo feísimo, la naturaleza en estado puro y la burramia del hombre dándose la mano. Lamento decirlo, pero un ultraje así no se consentiría en otros territorios: si en la Bretaña francesa o en los acantilados de Cornualles a alguien se le ocurriese abandonar basura, la ley procedería de inmediato. El por qué no se hace aquí es un misterio insondable, como el de la Pedra de Abalar o las leyendas de los espectros de los ahogados en el mar indómito que bate contra las rocas.

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