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Los libros son lugares

El libro no es un libro. Exactamente. Es un lugar. No es un objeto de más o menos lujo. No es -en rigor- el resultado de un proceso bastante loco por el que desfilan autores, editores, diseñadores, impresores, distribuidores. El libro es un lugar adonde te lleva de viaje quien lo escribe. Y allí te deja. Es, de hecho, muy probable, que los fracasos de todos los planes de fomento de la lectura se deban a esa confusión. Si, en general, la gente no lee, puede que sea porque cree que el movimiento que supone abrir una cosa que se llama libro y ver muchas letras juntas es algo que no merece la pena. Que para eso uno se va al gimnasio. Que es más útil. Quiero decir que, al final, se ven resultados. Y justo ahí está el quid de la cuestión. Cuando se prefiera mil veces ir al libro que ir al gimnasio, un decir, podremos afirmar que algo está pasando. Distinto a lo de siempre.

El debate se encuentra, pues, en el enfoque, en la mirada. Pensemos, por ejemplo, en un título: Ojalá nos perdonen, de A.M.Homes. Editado por Anagrama, seiscientas cincuenta páginas. Claro, ves eso, de entrada, y es posible que te asustes. Y te cuentan, es la historia de una familia, en la que dos hermanos...blablabla. Y ya te aburriste. Antes de empezar nada. Puede que pienses, pero, ¿para qué? Sin embargo, si te alejas un poco, si cruzas la calle y observas desde allí, quizás el planteamiento sea otro. Te despides de alguien o acabas las compras o sales del bar en el que estabas. Entonces miras al otro lado. Y, de repente, hay algo que chirría, algo que se remueve de modo extraño, que no comprendes, que te intriga. Ves a gente entrar y salir, personas mayores, niños. Con maletas, como si se mudaran allí para siempre. Cada vez hay más gente allí metida. Te preguntas ¿no? Qué estará pasando. No sabes si, en realidad, es extraño o solo te lo parece a ti, pero lo percibes de un modo muy potente. Como un arrebato. Como una especie de desequilibrio. Como un sonido raro, algo que, aparentemente, no debería estar ahí. Vas ¿no? (No puedes no ir). Cruzas la calle y vas a mirar. Y ya estás en el libro porque el libro es, en ese instante, ese lugar.

La mayoría de la gente no lee poesía. Lo habitual es que la poesía sea percibida como un rollo inservible. Y además en verso que, ya se sabe, no es costumbre y la costumbre es ley. Pero, y si pensamos, por ejemplo, en un poema de Elizabeth Bishop que dice así: "El arte de perder no cuesta tanto/ irlo aprendiendo ( insisten las cosas/ hasta tal punto en perderse, que el llanto/ por ellas dura poco). Y el espanto/ por perder algo cada día, rosas/ que se deshojan, horas, llaves, cuanto/ pueda ocurrírsele a uno, no es tanto. / Practica entonces perder más, y goza/ el ritmo de la pérdida, su encanto:/ pierde ciudades, nombres, y en Lepanto/ pierde una mano, un destino, una moza:/ nada de esto será para tanto./[…]". Y ya estás en un lugar. En la pérdida. Me voy a la pérdida, puedes afirmar, igual que me voy al gimnasio. Y la pérdida es una plaza o es una esquina o es un parque o es una habitación. Es una zona no tan nueva y no tan diferente y no tan alejada de ti. Es un sitio donde todos nos encontramos, donde cosas y personas se desvanecen sin querer, donde el orden estalla en pedazos y aquello en lo que creías deja de ser un sitio que te salva. Un área de aprendizaje, de caída o de elevación o de ambos desplazamientos. Lo que no es, seguro, es una tierra inmóvil, yerma e inútil. Si vas ahí, cuando vuelvas tendrás infinitas cosas que contar.

Y es bonito que cuentes. Es bonito que viajes y después cuentes. Es bonito que te aventures y que descubras y que te adentres en ciudades y en casas y en bosques y en desiertos y en fronteras y en palabras. Es bonito que salgas de aquí y escuches otras músicas que suenan en otro lugar, y otras voces que no sean ni tu voz ni la de tus conocidos. Es así como los demás, que también cuentan, son oídos. Y es así como tú, que peregrinas tanto, atesoras un mapa interminable de lugares a los que siempre podrás volver.

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