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El juego de dar lecciones

Las redes sociales te dan la oportunidad de leer a tres mil personas que no son tus jefes diciéndote cómo hacer tu trabajo
 

MARUXAUNA COSA QUE hacemos con los trabajos ajenos es enmendarlos, corregirlos, ir detrás de los que los ejercen poniendo los puntos sobre las íes. Vamos al médico a decirle qué recetarnos, al partido de fútbol a gritar al entrenador a quién sacar al campo (yo, jamás), al cine a susurrar al de al lado cómo le hubiera quedado bien, pero bien de verdad, a Scorsese tal escena (yo, a veces). Es más, es que vamos a la presentación de un libro a no hacer ninguna pregunta sino "una reflexión". No hay quien nos pare. Como a eso jugamos todos, encuentro que hay algo de justicia poética en ese fenómeno. Voy al arquitecto a señalarle qué muro tirar y él viene a una entrevista a indicarme el mejor titular, un proceso colaborativo.

A veces, por dar una clase magistral, ejercemos esa labor en las redes sociales. Así, cualquiera tiene la oportunidad de leer a tres mil personas que harían mejor que él su trabajo. No aprende el que no quiere. Yo creo que eso me va en el sueldo y que todo periodista debe asumir que constantemente le van a decir qué hacer personas que no son sus jefes.

De la lista inmensa de cosas de las que dudo sobre este oficio, esa es de las que más rumio: cuándo hacer caso a los demás. Aunque me fastidie, a veces ese ente amorfo que es ‘la gente’ tiene razón.

Estos días le doy vueltas obsesivamente a la cobertura del asesinato de Samuel Luiz y de la agresión de Malasaña. Se nos exige a los periodistas que saquemos conclusiones inmediatamente y se nos afea la cautela, que se ve como vergonzosa tibieza, reproducción acrítica de las versiones policiales y pertenencia a una especie de complot urdido muy rápidamente.

Es muy difícil saber qué ha pasado en un sitio en el que no has estado. Lo es también en los sitios en los que has estado. Es difícil tener acceso a gente que sí ha estado en ese sitio; a veces lo consigues, a veces no. Es un error sacar conclusiones antes de contrastar nada (y a veces incluso haciéndolo) porque lo que te parece que es, lo que todo apunta que es, lo que dicen dos mil personas en las redes que es, lo lógico, lo fácilmente deducible, lo más evidente, a veces no es. Contrastas y concluyes que es una cosa y a las dos horas, a tenor de nuevos datos, resulta haber sido otra cosa. Al día siguiente, otra. Después de una Esto te pasa una vez, dos veces, doscientas y aprendes mucho de la naturaleza humana y nada de cómo hacer para que tu olfato sea infalible. Te das cuenta de que tienes que seguir haciendo lo mismo que hasta entonces: preguntar, no dar nada por sentado y, muchas veces, esperar. A menudo, desesperar. Tus herramientas son muy pobres.

Pasados unos días de la agresión de Malasaña veo cómo, igual que una culebrilla malvada, se empieza a mover la idea de que el ‘Yo sí te creo’ ha acabado con el periodismo. No sé qué creen quienes defienden tal cosa que es el periodismo. Como si partir de que una persona que denuncia un abuso sexual (la inmensísima mayoría mujeres) dice la verdad implicase no hacer el trabajo, no contrastar, no preguntar. Parece ser que cuando se asumía lo contrario, —que no había tal agresión o que la culpa de que sucediera había sido de la víctima, materia de mis pesadillas y razón para el silencio de tantas— el periodismo gozaba de la mejor de las saludes. Tantas cosas se callaron y se siguen callando por miedo a la incomprensión, el rechazo, la culpa, tanto que no sabemos ni sabremos que defender las bondades de ir por la vida (más) ignorantes, mirando plácidamente hacia otro lado, mirando borregamente a donde tú me digas, pontífice del Twitter que escribe esas majaderías, me ofende a nivel personal y profesional.

A ti te haré caso, claro que sí. A ti, que pides una cosa y la contraria, denunciar enseguida algo con el nombre que tú elijas darle y desistir de ponerme del lado de la víctima. A ver si resulta que lo que va a acabar con el periodismo es no ejercerlo.