Opinión

Desamparo

Trabajadores de una funeraria introducen un cadáver en un ataúd, en Portugal. MARIO CRUZ
photo_camera Trabajadores de una funeraria introducen un cadáver en un ataúd, en Portugal. MARIO CRUZ

FUE UN grave error no mostrar con realismo lo que pasaba. Hubiera sido didáctico. Evitaría comportamientos irresponsables de fiestas y negacionistas. "No se trata de publicar fotos de muertos sino de dejar trabajar para que todos fuésemos más conscientes de la gravedad", sostiene el fotoperiodista de Heraldo de Aragón Gervasio Sánchez en la presentación de Miradas de una tragedia, el libro que recoge el testimonio de 26 fotógrafos de España y Latinoamérica sobre esta pandemia en la que estamos. Pero hay algo más que le llamó la atención y le sorprendió, que los obstáculos, las prohibiciones —la censura— sucediesen aquí. Así lo declaraba en RNE: la falta de libertad para el trabajo informativo, las barreras que imponen todo tipo de autoridades con independencia de ideología o de administración. Es una censura que asumimos como normal los medios y las audiencias. Incluso algunos quieren vendérnosla como protectora. Siempre se justificó así; hasta con las películas de cine.

Con el pretexto de evitar la alarma se oculta la realidad. Gervasio Sánchez lleva en su mochila de fotorreportero, conflictos étnicos, matanzas, guerras, hambrunas, ébola en África y todas las pestes que castigan siempre a las poblaciones más pobres. Con esa experiencia de años por el mundo de las calamidades y los desastres se sorprende de las dificultades que encuentra en su país para acceder a la noticia, para hacer su trabajo. No se trata de publicar fotos de muertos. Entiéndase, no se trata de violar la intimidad de nadie. Ahí está Miradas de una tragedia para demostrarlo.

Daniel Sampaio, un psiquiatra portugués de 74 años, que pasó 50 días internado y que estuvo intubado, califica en Expresso su experiencia de la enfermedad como "doença do desamparo". La realidad del desamparo que experimentó o experimenta el enfermo se ha pretendido que no se transmitiese, que no llegase a la ciudadanía. El tiempo se ocupaba con charlas presidenciales.

No se trata de sensacionalismo. No es buscar y ofrecer morbo. Es ofrecer la imagen del desamparo del paciente. La indecencia real es la que sirven en algunos canales de televisión con exhibición de las vergüenzas personales o la falsedad de las mismas para que sean más llamativas, para que atraigan audiencia. Dopan a la ciudadanía. Son instrumentos de alienación. De eso no se preocupan ni ocupan las autoridades que ponen barreras e impiden el acceso al reportero para que acceda al lugar en el que se registra la información de interés y de utilidad. Es servicio público lo que hace ese reportero al que le dificultan su trabajo.

Quienes se escandalizan y critican con vehemencia —casi siempre desde un filtro ideológico— aquella foto de los ataúdes que publicó El Mundo en primera plana, por ejemplo, no se alarman ante una sociedad que se ocupa durante semanas de la vida y las intimidades, no sabemos si reales o falsas, de una famosa. Desde esas contradicciones no se pueden dar lecciones de ética periodística. Hay quienes viven, y parece que bien remunerados, de exhibir el escándalo. Y hay quienes se esfuerzan, y se dicen legitimados, en impedir que la realidad dramática, el desamparo de las personas, no llegue a las audiencias.

La información de la pandemia, aún hoy, no se puede reducir a un parte de cifras, como quien habla de la evolución de la bolsa o de la deuda española, y a una charla semanal, sin limitación de tiempo, de un político. una rueda de prensa sin preguntas.

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