Opinión

La niña de la feria

Es casi medianoche, esquivo las luces y el barullo del ferial para poder caminar más rápido y es así como me topo con la estampa de este San Froilán que creo que me va a quedar en la cabeza: una niña, calculo que de unos seis o siete años, se lava los dientes en un precario grifo plantado en medio de la calle. Me impresiona esa niña, que se asea con un esmero muy eficiente, que resulta adulto. Da la sensación de que ya se autogestiona su vida y por un lado me admira y por otro me da una pena tremenda.

Creo que no habré recorrido ni cincuenta metros más y allí me frena el paso un niño con un berrinche de esos que abochornan a quienes le acompañan. Patalea y llora porque no quiere irse a casa y yo, que llevo clavada la imagen de la niña, tengo que contenerme para no agarrarle y meterle un zarandeo. Tengo que recordarme que lo natural es lo suyo, el egoismo de quererlo todo, y no queda otra que confiar en que se imponga el padre, que en un tono tranquilo pero inamovible le repite que por ese día ya es bastante y que se van a casa se ponga como se ponga. Me paro y espero hasta comprobar que de verdad se marchan, queriendo consolarme con la idea de que así la niña también podrá aspirar a  que su familia al fin cierre y ella pueda irse a dormir en un rato.

Han pasado tres días y la niña del ferial sigue en mi cabeza, como un poso triste. Y me empeño en querer creer que se cruzó en mi camino para que entienda de qué va eso de la vida errante de los feriantes. He hablado con unos cuantos los últimos días, me han contado de su mundo y muchos lo han hecho con orgullo y algunos lo han hecho incluso con alegría, pero todos dicen que no quieren que sus hijos sigan en esa vida. Creo que aspiran a que algún día los niños caprichosos puedan ser los suyos y me quedo con la duda de si cuando esas estirpes de feriantes lo dejen y se instalen en el lado confortable del mundo habrá alguien dispuesto a ir de feria en feria para que otros se diviertan.

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