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Coche fúnebre

"En el instituto, fui un par de veces a clase en coche fúnebre. Era un Mercedes plateado, brillantísimo, como unos zapatos recién cepillados, y largo, con un acabado delicado, solemne, que recordaba a un Winchester. Cada detalle de aquel vehículo expresaba con cierta elocuencia su destino"

EL MIÉRCOLES coincidí en la ITV con un coche fúnebre. Era un Peugeot negro, con poco encanto, y bastante sucio. Mientras esperábamos turno, en el aparcamiento, pregunté al conductor si no se aburría de ir siempre tan despacio, camino del cementerio. "A la vuelta procuro darle más caña", me confesó. Comenté que en el Rallye de Regularidad Lambrea, en abril, participó un piloto con un coche fúnebre del 78. "Ya lo sé", me dijo, secamente. No tuvimos tiempo para intercambiar más impresiones, ya que le ordenaron pasar al taller.

En el instituto, fui un par de veces a clase en coche fúnebre. Era un Mercedes plateado, brillantísimo, como unos zapatos recién cepillados, y largo, con un acabado delicado, solemne, que recordaba a un Winchester. Cada detalle de aquel vehículo expresaba con cierta elocuencia su destino. La primera vez que me subí a él era un día de mayo. Hacía sol. A las tres y media salí a la calle para dirigirme a clase de Lengua Gallega. De pronto, oí un claxon y al volverme vi cómo se detenía a mi lado el coche fúnebre. Me llamaron por el apellido desde el asiento del pasajero. Era un compañero de clase. "Qué cochazo", observé, mientras estudiaba con discreción el interior, donde distinguí a su abuela conduciendo.

Me fijé en que atrás iban vacíos, sin muerto. La imagen producía cierta desolación, no muy diferente a la de una sala de cine con un par de espectadores solamente, que acuden a ver una película quizá demasiado de culto. Era como si la muerte se hubiese tomado la tarde libre. "Súbete, que te llevamos", propuso mi amigo, instándome a ocupar el lugar del cadáver. Pregunté si tenía que ir atrás, tumbado, haciéndome el muerto. Era lo que me pedía el cuerpo, hacer el payaso. Me pasaría una semana contándolo. "Te hago sitio aquí", dijo, y me senté delante, a su lado. Me subí más empujado por la experiencia del viaje en coche fúnebre que por ahorrarme el kilómetro hasta el instituto.

Pasaron muchos años hasta que volví a pasármelo tan bien en un viaje fúnebre. Fue leyendo Me casé con un comunista, de Philip Roth, donde el escritor narra el funeral del canario de Emidio Russomanno, un zapatero esmirriado de origen italiano que vivía en Newark (New Jersey). Fue en 1920. El canario se llamaba Jimmy y hacía mucha compañía. Un día comió algo en mal estado y murió. La vida es así, también la de los pájaros. Naturalmente, Russomanno se sintió desconsolado, como uno no se imagina que pueda sumirse una persona porque se muera un canario. ¿Qué hizo? No hizo como mi abuela, que un mediodía se puso a asar pimientos en la cocina, para envasar, sin conectar la campana extractora, y mató a los dos periquitos que mis primos se habían llevado consigo en vacaciones. Para deshacerse de ellos, mi abuela los arrojó al váter y tiró de la cadena, sin funerales.

Russomanno tenía más clase. "Contrató a una banda de desfiles, alquiló un coche fúnebre y dos coches de caballos, y, tras poner el canario de cuerpo presente sobre un banco, en el taller de zapatería, una hermosa exhibición de flores, velas y un crucifijo, hubo un cortejo fúnebre por las calles del distrito", cuenta Philip Roth. Depositaron a Jimmy en un ataúd blanco, y lo llevaron entre cuatro hombres. Unas diez mil personas re reunieron a lo largo de la ruta que siguió el cortejo. "Russomanno iba en el coche detrás del féretro, llorando, mientras todos los demás se reían. Incluso los portadores del féretro se reían".

Mi amigo y yo nos pasamos el trayecto al instituto saludando fatuamente a los compañeros, con arrogancia, como si fuésemos en un descapotable rojo, con gafas de sol y una de esas chaquetas blancas que usaba Don Johnson en Miami Vice. A su manera, aquel viaje fue un grandioso funeral. Nos sentimos, en cierto sentido, como si fuésemos los muertos, y pudiésemos presumir de que habíamos fallecido de un paro cardíaco mientras sacábamos las cabezas por la ventanilla, pese a todo, como dos estrellas. Nuestra ambición en aquellos días se reducía a que, después de hacer algo, se acercase alguien y te dijese "Cómo me reí".

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