Opinión

Guerra y paz

Un viento de enero que emociona las mejillas invita a disfrutar la tarde en casa acompañado de libros y papeles sintiendo el rodar silencioso de las horas. Entretanto, un escalofrío recorre el alma de millones de bien nacidos: ¡puede haber guerra!

Los periódicos, las televisiones y las radios dan noticia detallada de la singular singladura de la Blas de Lezo y anuncian que más aviones y hombres de España se irán a la zona de la posible confrontación bélica. Nos está llegando sin sordina, pero con adornos patrios el fragor de guerra. 

Por supuesto, los que deciden que nuestros jóvenes y nuestros hombres vayan a matar o a perecer, se quedan en los despachos, eso sí… faltaría más.

Cuántos estragos produce la desmemoria de los hechos recientes que enfrentaron a nuestros padres o abuelos en una vergonzosa guerra fratricida.

Nada hay ahora mismo —no soy un conocedor de la geoestrategia ni de la geopolítica— que justifique enviar a otros a la guerra. Duele en el alma la declaración fría de algunos decidiendo con su firma en un papel que otros vayan a matar o a morir.

¿Qué nos pasa? Los conflictos abiertos a nivel mundial no son los de masas famélicas luchando por el pan, son acciones derivadas del afán de conquistar territorios para que los poderosos lo sigan siendo y cada día más. No se va a las guerras por desigualdades derivadas del analfabetismo o por carencias de una elemental salubridad — en África solo el 20% de la población está vacunado—, las guerras son el gas, el coltán, etc.
La ambición de más poder y más riquezas emborracha y embota más que un mal vino las mentes de los que dicen defender el bien común.
La misma sociedad que condena, y con mucha razón, los vergonzosos e inhumanos motivos de guerras pasadas, ahora bendice la solidaridad en la contienda.

Nuestro querido Forges lo dejó dicho: «No hay guerras justas o injustas, hay malditas guerras»

¿Dónde quedan la templanza y la prudencia propias de la gente decente? ¿En qué espejos se miran? La solemnidad y la escenografía de algunas declaraciones no consiguen borrar el notorio tono de culpa.

Líderes que ni siquiera saludan a gobernantes de países pequeños ahora tocan a arrebato para que las vidas de miles jóvenes estén al servicio de sus intereses. No vale que enviemos jóvenes y luego recibamos «cadáveres exquisitos». Ni tiranos ni esclavos.
En La Rive Gauche de Agnès Poirier (Paidós, 2021) se nos recuerda que en la siempre rica y culta ciudad de París desde 1945 hasta las navidades de 1949 los alimentos y bienes de primera necesidad eran escasos y estaban racionados salvo para los americanos que pagaban en dólares… consecuencia de una guerra.

Bien conozco que para muchos el «buenismo» que refleja este escrito les va a parecer banal, además de inútil, y hasta pueril pero, como a casi todos, me gustaría poder seguir asomándome a la luz de las mañanas para mirar el color de las cosas sin escuchar estruendos lejanos de fuegos que no son festivos, que son de los que matan. Nuestro querido Forges lo dejó dicho: «No hay guerras justas o injustas, hay malditas guerras».

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