Opinión

Solamente invierno

Un día de nieve en la montaña de Lugo.PEPE FERRÍN (6)
photo_camera Un día de nieve en la montaña de Lugo.PEPE FERRÍN

YA PASÓ el puente de la Inmaculada y la Constitución. Pasaron las Navidades. Pasó el Fin de Año y pasaron los Reyes. Se acabaron, pues, las Fiestas, menos fiestas que nunca esta vez, pero fiestas al fin y al cabo. Ahora solo queda el invierno, desnudo y aterido. La dura belleza del invierno. Más dura que nunca, con el miedo y la enfermedad amenazando nuestra vida, con las restricciones limitándola, con la fatiga y el decaimiento de meses y meses de pandemia, con la perspectiva de otros meses. No hay más, solamente frío, nieblas, heladas, nieve, cielos grises, luz mortecina: invierno.

Y sin embargo —coronavirus aparte— no es poco. Siempre he dicho que soy hombre de verano. Entiéndase: el calor, el cielo alto y azul, la plena luz solar, los días largos y las noches cortas; ese es el medio en que me encuentro mejor, tanto física como anímicamente. Y no me digan que coincido con casi todo el mundo, porque hay gente que soporta mal el calor, que prefiere el brotar de la primavera o la dulce decadencia otoñal; en fin, que hay gente para todo. ‘Tié q’haber gente pa to’, como comentó El Gallo, famoso torero, cuando le dijeron que Ortega y Gasset se dedicaba a la peregrina tarea de filosofar. Pero siendo el verano mi estación favorita para vivirla, tengo que reconocer que estéticamente es la menos bonita. Y siendo el invierno la estación que más me cuesta pasar, su belleza austera y silenciosa supera a la de rivales tan cualificados como la primavera y el otoño, que suelen ser las estaciones preferidas por la mayoría si de belleza hablamos.

Y es curioso que este aprecio por la contemplación del invierno vaya en paralelo a una mayor dificultad para soportarlo. Es decir, que con los años cada vez me gusta más verlo y lo aguanto peor. Un roble desnudo y cubierto de líquenes; el musgo jugoso que tapiza las piedras; una playa desierta en la que solo se oyen las olas y el desgarrado grito de las gaviotas; la nieve en las montañas lejanas (visto lo que pasó con la nevada de Filomena, preferiblemente muy lejanas); las lúgubres llamadas de los cárabos en noches heladoras. Esa belleza es más honda que la de encantadoras flores primaverales o la de los multicolores árboles del otoño. Quizá porque el implacable paso de los años te va llevando, quieras o no, a lo esencial, a lo que menos se adorna. El brillo, el espectáculo, la vitalidad ardiente es cosa de la juventud, desde luego no de la edad avanzada, que huye de lo ostentoso y se va enfriando, ay.

Escribo estas líneas por la mañana, pues yo por las tardes no estoy para trabajos tan hercúleos. Miro por la ventana y un sudario de niebla helada envuelve y paraliza el entorno. Quizá no levante en todo el día y, aunque lo haga, se habrá comido la mitad o más de él. Hace un momento cantaba las alabanzas estéticas del invierno. No me hagan caso: que le den. Y que llegue el verano de una vez. Al menos, la primavera.

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