Opinión

Cogiendo moras

EL VIERNES cogí las primeras moras del año. Las cogí y las comí in situ, pues no soy de los que hacen confituras ni licores, aunque lo agradezco mucho si me los ofrecen. Iba con Kía por las corredoiras habituales cuando, al apartar unas zarzas o silvas que molestaban el paso, las vi ya maduras. Para cualquier observador objetivo, los paseantes eran solo un señor —yo— y una perra —Kía—, pero también venía Fox, aunque en teoría y oficialmente murió hace dos años. Esto se explica porque le prometí que nunca dejaría de sacarlo en nuestros paseos, y ni un día he dejado de cumplir lo prometido, que uno es un caballero. Así que cuando cogí las primeras moras, Fox (o su espíritu, pero a estas alturas para mí hay poca diferencia) esperaba junto a Kía a que yo acabase la exigua recolección, todo un acontecimiento anual en mis experiencias campestres desde la infancia.

En mayo y junio es el poco llamativo olor, más bien amargo, de las retamas o xestas el que me transporta a los años de la niñez, no sé muy bien por qué. Para potenciarlo, recurro a dos procedimientos: primero cojo un puñado de las amarillas flores y las aplasto en la mano y después arranco una ramilla, la pelo y me la acerco a la nariz. En ambos casos me entra muy dentro un vaho del tiempo perdido y lejano, no perdido de todo gracias a este truco. Decía que no entiendo muy bien el porqué del poder evocador de este poco apreciable y poco apreciado aroma. Quizá porque en junio, cuando aún las xestas estaban en plena floración, solíamos pasar una temporada en casa del abuelo Antonino, en Becerreá. Y para mí aquello era un paraíso, con la compañía de Lord y de Kant, de los Lord y los Kant, porque recuerdo a dos setter y a un mastín y a un pastor alemán con esos nombres.

Si las retamas marcaban el inicio del verano, cuando en septiembre volvíamos a Becerreá por unas semanas, las moras maduras apuntaban hacia su fin. En medio quedaban la playa y el mar, pero allí, pese a su indiscutible atractivo, no había perros, y eso impedía la plenitud. Es curioso como pequeñas cosas marcan la sensibilidad de algunas personas, que acaban o acabamos convirtiéndolas casi en rituales. Tanto tiempo después, sigo esperando y deseando el olor de las xestas cada primavera tardía y, cuando lo noto, sé que el verano está a la vuelta de la esquina. Y a finales de agosto y en la primera mitad de septiembre celebro la aparición de las moras maduras, aunque eso quiera decir que el verano languidece y se va escapando. Podrían haber sido otras sensaciones las que se me hubieran grabado con la misma fuerza y significado, pero fueron estas.

El canto del cuco, los vencejos surcando los cielos, las retamas en flor, los saltamontes y el cri-cri de los grillos, las moras, el amarilleo de abedules y carballos, la arribada de las avefrías del Norte y otros acontecimientos más. Eso es lo que hace que un año lo sea.

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