Opinión

Perspectiva

ESCUCHAR A los hombres hablar de feminismo me parece tan absurdo como oír al presidente de los empresarios pontificar sobre la precariedad laboral. Como varón nunca sentí, ni viví, situaciones propias del otro sexo. No me echan piropos los paletas, ni me rechazaron en un trabajo por decir que iba a casarme. Tampoco sufro violencia en el ámbito familiar. Ni siquiera me advierten de la importancia del buen porte cuando me paseo barrigudo y descamisado por la oficina. Cada uno debe hablar de lo que sabe y yo de feminismo no sé casi nada. Recuerdo a mi abuela Filomena ejerciendo el matriarcado, como cualquier otra mujer de puerto de mar. Mandaba en casa porque, sencillamente, lo hacía todo. Entonces las mujeres quedaban con un poder notarial, mientras los hombres iban a navegar, al no poder comprar o vender sin autorización del marido. Mi abuela le pidió consejo a la maestra del pueblo sobre la conveniencia de que mi madre estudiase Magisterio, allá por los años 50. «Como estudie, non vai querer traballar», argumentó la docente. Quizá la buena señora temía que mi progenitora no soportase la doble jornada. «Non quero que a miña filla dependa de ningún home», atajó Filomena. Ella, como yo, no entendía de feminismo, pero sabía que la libertad pasaba por la emancipación económica. Más allá de ese axioma, la lógica invita a hablar de derechos de la mujer con perspectiva de género.

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