Opinión

Almendras amargas

TENÍA 15 años cuando Ramón Sampedro consiguió la libertad que la Justicia le negaba. Le bastó una pequeña dosis de cianuro potásico, el mismo compuesto químico que los nazis denominaban Zyklon B y que conducía a la ‘solución final’ en los campos de exterminio.

Por aquel entonces, a mí lo que realmente me preocupaba era la hora a la que tenía que estar en casa de vuelta los sábados, gastarme la paga en los recreativos de Aguirre y esperar a mi cumpleaños para que me regalasen unos pantalones con corchetes por la pierna. No me juzguen, eran el objeto de deseo más preciado de cualquier adolescente lucense en el año 98, aunque ahora la cantante Rosalía los haya vuelto a poner de moda.

En aquella época no imaginaba que dedicaría mi vida profesional a la sanidad y que, pocos años después, conocería a otros Sampedros. Alguno incluso en la ciudad que vio cómo me gastaba la paga en los recreativos.

Hace días, un nuevo caso como el de Ramón Sampedro me sorprendía tomando el café de media mañana en el bar de abajo. Su nombre era María José Carrasco, y en apenas unos días el debate sobre el derecho a la muerte asistida se ha reabierto, en una España que solo miraba a las elecciones generales.

Han pasado 20 años desde el último caso mediático, y nada hemos avanzado. Seguimos sin darnos cuenta de que la muerte puede ser un proceso sereno y reconfortante, o así debería serlo siempre. Queremos ser libres, llevar una vida digna y tener el control de nuestras vidas, pero a menudo se nos olvida la importancia de tener el control sobre nuestras muertes. La necesidad de regular la eutanasia es precisamente esa, otorgarnos la libertad de decidir que ya no sientes tuya la vida que tienes o que te espera, por haber perdido tu autonomía o sufrir dolores insoportables.

Un derecho que hemos dado a los animales, pero que hemos olvidado para nosotros. Aunque cada vez más la calle esté a favor de que nos sea concedido, nada menos que un 87% de la sociedad española, según Metroscopia.

No sé si lo saben, pero el cianuro potásico tiene un olor muy característico, un olor que jamás se olvida y que recuerda al de las almendras amargas. No deja de tener algo de poético que, el tránsito hacia la libertad, nos deje irremediablemente un último recuerdo amargo. El de saber que la persona amada llorará nuestro recuerdo en prisión.

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