LA LEY Celaá es una basura. Sí, han leído bien, eso es lo que pienso. Un basura hipócrita que dejará parado entre dos pisos el único ascensor social que siempre funciona: el de la educación. La Ley Celaá creará generaciones de niños pésimamente formados, y pueden apostar lo que quieran a que esos niños no serán precisamente de clase acomodada, sino que pertenecerán a las familias menos favorecidas. Serán esos críos cuyos padres no puedan plantearse pagar unas lecciones particulares de refuerzo, aquellos que no están en condiciones de ayudar a los críos a llenar las lagunas que dejan las clases, aquellos que viven en un entorno de baja formación en el que no se da importancia alguna al aprendizaje, y que mientras el chico pase de curso, lo demás da igual. Y así irán avanzando todos, los más y los menos listos, los que saben y los que no saben, los capaces y los incapaces, porque este gobierno de mediocres se ha empeñado en igualar por debajo: el nivel lo marcarán los más flojos.
Así que las familias con posibles escaparán de la educación pública, y las que están así, así harán un sacrificio suplementario —que a veces será ímprobo— para llevar a los niños a una escuela privada donde se siga primando el esfuerzo y el rigor. Mientras, los padres más humildes verán cómo se cercenan las oportunidades de sus hijos, y pensarán en dónde ha quedado aquella escuela pública a la que fueron ellos —a la que fui yo— donde se buscaba la excelencia y se exigía lo mismo a la hija del notario que a la del agricultor. Donde había que trabajar para aprobar, y te quedabas con la asignatura colgada con un cuatro y medio, para que te pusieses las pilas la evaluación siguiente. No sé si son conscientes de lo que están haciendo con esta ley bochornosa y profundamente injusta. O tal vez si lo saben. Tal vez todo esto forma parte de un proyecto para debilitar el futuro de una sociedad condenada a enfrentarse a años muy duros. Qué tristeza. Qué injusticia. Qué vergüenza.