Opinión

Repensar el Estado de Bienestar

FRECUENTEMENTE NOS encontramos con manifestaciones de sindicatos, funcionarios o jubilados, que piden aumentos o mejoras laborales; jóvenes que suben a la montaña, sin equipo ni medios, a pesar de los avisos y prevenciones para no hacerlo, que reclaman costosos medios públicos para ser rescatados. Todos estos colectivos tienen en común una visión del Estado como un ente de recursos ilimitados y la obligación de cubrir todas las demandas.

El 5 de marzo se cumplen 139 años del nacimiento del economista y político inglés Sir William Henry Beveridge, conocido como unos de los padres del Estado de Bienestar, y este parece ser un buen momento para plantear la necesidad de revisarlo, ya que su crecimiento desenfrenado ha generado mucha ignorancia y egoísmos irracionales (¡gasto porque pago!), lo que pone en riesgo nuestro modelo social. Nos hemos acostumbrado a él, al punto de considerarlo un derecho fundamental, olvidando que tiene problemas como el de su financiación. Su crecimiento parece no tener límite por la inercia política y social de creación de derechos y la demanda de nuevas prestaciones, cada vez más amplias y caras. Otro problema es el de la eficiencia, porque es un mecanismo redistribuidor que transfiere rentas al que no genera riqueza, y grava al que las genera, lo que puede plantear problemas. 

El estado de bienestar debe estar al servicio del ciudadano, lo que no significa que le pueda sustituir como responsable de su propia vida, y salvo casos de incapacidad, su ayuda debe reducirse a que este resuelva por si mismos sus problemas. Las sociedades europeas, y en particular la nuestra, precisan un replanteamiento profundo de esta cuestión, que podría pasar por renunciar a la política de que “todos tenemos derecho a todo”, porque las prestaciones no tienen por qué ser uniformes para todos: habrá familias para las que la educación sea gratuita, otras que paguen algo, y algunas bastante. La política de todo gratis para todos no es realista, ni sostenible, ni justa, ni eficiente y lleva al despilfarro. 

Otra idea sería “gastar más no significa mejor servicio”. Debemos recibir ayuda en situaciones de necesidad grave no prevista o que no podamos afrontar solos y que pueden llevarle a la miseria: pérdida de empleo, enfermedad, etc, sin embargo, aspirinas y tiritas las podemos pagar casi todos.

Una tercera idea es que “no importa quién realiza una prestación, sino quien la recibe”. Hay que analiza el origen y la cantidad de prestación que reciben los beneficiarios, de administraciones, empresas, ONGs, o de las propias familias, para evitar duplicidades.

Solo un 25% de los países tienen estado de bienestar y a nadie se le escapa que la creciente desigualdad, la globalización, el envejecimiento y los nuevos retos tecnológicos ponen en duda su sostenibilidad, y como afirma Minouche Shafik, de la London School of Economics, “el Estado de Bienestar no está acabado, pero si queremos recuperarlo hay que repensar el modelo”. Ese debate no debe sustraerse a los ciudadanos, pues deben ser ellos los que decidan cómo distribuir su protección social entre los poderes públicos y el mercado, sin olvidar que hay que conciliar el estado de bienestar que se desea con el que se está dispuesto a pagar. 

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