Opinión

No es país para viejos

LA CANTINELA de la “ampliación de derechos” es el sello característico de las propuestas programáticas progresistas. El PSOE se encuentra en estos momentos en una evidente pugna por ganar el espacio más a la izquierda que no hace tanto ocupaba Podemos, lo que le está llevado a elaborar un discurso fuertemente “progre” y mostrarse activos con iniciativas como la memoria histórica, la eutanasia, o el acercamiento de presos de ETA al País Vasco. Ya que afrontar reformas de calado le resultará muy difícil por su debilidad parlamentaria, y de lo que se trata es de intentar ganar elecciones.

Pedro Sánchez ha querido situar esta ley de despenalización y regulación de la eutanasia entre sus prioridades, a pesar de tratarse de una cuestión muy compleja, no sólo médica y afectada por profundas implicaciones morales y jurídicas. Y parece que tiene al alcance de la mano conseguir que salga adelante, dada la mayoría parlamentaria que aprobó su admisión a trámite, a la que sólo se opuso el PP y sus socios navarros de UPN. 

Legalizar la eutanasia no es la solución, porque, entre otras cosas, desincentiva la inversión en cuidados paliativos y tratamientos para el dolor, ya que si tratar el dolor es caro, la opción más barata es matar el enfermo. En Holanda, meca de la eutanasia, se ha llegado a negar la implantación de marcapasos a mayores de 75 años. Asimismo, se pervierte la ética médica que desde Hipócrates buscaba eliminar el dolor y no al enfermo, porque no hay que olvidar que la eutanasia no cura. A pesar de que se afirme lo contrario, esta no la piden personas libres, sino casi siempre personas deprimidas, mental o emocionalmente trastornadas, porque cuando uno está sólo, es anciano, está enfermo, o se ha quedado paralítico tras un accidente es fácil sufrir ansiedad y depresión que le lleven a uno a desear su muerte. En 1991 un informe del fiscal general Remmelink, sobre la situación de la eutanasia en Holanda, evidenció que alrededor de 1.000 casos se realizaron sin consentimiento expreso del paciente, lo que convirtió a sus médicos en árbitros de la vida y la muerte. 

La eutanasia, como el suicidio, es contagiosa y dificulta el trabajo de los terapeutas de esos enfermos, e igual que con el aborto, puede acabar por convertirse en el recurso de las clases económicamente más débiles, ya que los cuidados paliativos de calidad son un lujo sólo al alcance de personas con más recursos.

Hablar de eutanasia es reconocer la derrota política, médica, profesional y social ante un enfermo, y un fracaso al no poder ofrecerle alternativas. Parece como si no quisiera reconocerse que hay más opciones frente a la muerte indigna que la de acabar con la vida del paciente. La vida es un derecho fundamental y seguro que también nos merecemos una buena muerte, sin dolor y sin una agonía prolongada artificialmente. Pero entre la muerte indigna y la eutanasia seguro que hay más posibilidades, desde las unidades de dolor y de cuidados paliativos, hasta la sedación terminal, que podrían contribuir a eliminar el sufrimiento humano y no al ser humano que sufre.  

Si saliese adelante esta ley, la parte positiva es que podríamos dejar de preocuparnos tanto por el futuro de las pensiones, porque en este país nuestro, dónde apenas ya nacen niños, tampoco sería lugar para viejos.

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