Opinión

La Habana y don Eusebio

LA ÚLTIMA vez que estuve en La Habana me dijeron que Eusebio Leal estaba enfermo. Nadie supo aclararme qué mal le aquejaba, pero antes de marchar me dejaron caer que lo suyo estaba más bien relacionado con la enfermedad del olvido: el nuevo castrismo había precipitado la jubilación del gran promotor de la recuperación de La Habana Vieja. Fue Eusebio Leal quien, usando las herramientas del capitalismo que denostaba oficialmente, reinventó el casco histórico y rescató del desastre las casas de los virreyes y los aristócratas españoles a base de convertirlos en hoteles, restaurantes bellísimos y tiendas refinadas. Eusebio Leal, a quien siempre agradeceré haberme ayudado a sacar adelante un proyecto editorial que parecía imposible —reeditar ‘La Ciudad de las Columnas’, el bellísimo texto de Alejo Carpentier— murió el viernes, a una edad aún temprana, y me temo que quedándole por cumplir la mayor parte de su sueño de rescatar a La Habana de la peste de la ruina.

La Habana Vieja era su proyecto y su horizonte, su plan y su objetivo. No parecía importarle la política y creo que tampoco le interesaba la situación de Cuba. Su obsesión eran los palacios habaneros, las viejas mansiones coloniales, las calles con nombres heroicos y las avenidas comidas por el mar y amenazadas por el abandono. Su nombre era un salvoconducto para cualquier cosa —un guardia que ponía en duda la oportunidad de mi viaje relámpago a Cuba me devolvió el pasaporte y la tranquilidad cuando le dije que venía a acabar un proyecto con Eusebio Leal— y se repetía como una salmodia mágica desde Prado hasta Malecón, desde Obispo hasta Obrapía. Le conocían en los hoteles de lujo, en las peluquerías de la calle Mercaderes, en los patios convertidos en bares de la Plaza de la Catedral, en las mesas de la Lluvia de Oro y la terraza secular del Hotel Ambos Mundos. Hizo mucho, soñó más. Aún le quedaba aliento para batallas, pero no le dejaron librarlas. Gracias por todo, don Eusebio. Nos queda La Habana.