Opinión

El barco pirata de Tobarix

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Para los niños de mi generación Disneyland quedaba demasiado lejos. Estados Unidos era casi inalcanzable y por entonces, cuando el siglo XXI sonaba a ciencia ficción, no había una delegación del parque de atracciones en Francia. A París no iban los niños; venían de allí. En Lugo, para soñar, nos acercábamos al escaparate de Tobarix, el que daba a la calle de las Dulcerías. Aquella pecera era el lugar ideal en el que quedarse a vivir para siempre. 

Creo que fue allí donde aprendí lo que significa el paso del tiempo; en aquellos paseos con la familia en los que, al llegar a la Praza Maior, echabas a correr como un loco hacia Tobarix y dejabas todo atrás, hasta lo más querido. Había que ganar minutos como fuera. Con la nariz en el cristal repasabas aquel mar de juguetes mientras de reojo veías como se acercaba el amado enemigo. 

—Vamos, Marcos...
—Espera... un poco más...

Pero no esperaban. Pasaban de largo y tú dejabas allí aquel barco pirata de los clicks de Famobil, al que le echabas una última mirada desde lejos para comprobar que era real, que semejante maravilla existía.

Nunca he dejado de mirar ese escaparate. Es un acto reflejo. Hay una fuerza irresistible que atrae mi mirada. Ahora Tobarix está en otra calle y en ese  local han abierto una tienda de productos gourmet. Me seguiré parando, seguro. Después de todo, ¿a quién no le atrae echarle un ojo a una pecera repleta de manjares entre los que navega un barco pirata?

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