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Días contados

Anda Google desarrollando una aplicación deliciosa que tiene a las aseguradoras estadounidenses relamiéndose

Ilustración de Maruxa para el blog de María Piñeiro. MARUXA
photo_camera Ilustración de Maruxa para el blog de María Piñeiro. MARUXA

GOOGLE PREDICE cuándo vas a morir. Este es uno de esos titulares que son verdad y son mentira, todo a la vez; que llevan dentro, como la avellana del Ferrero Rocher, una decepción flotante.

Anda el sector de la innovación sanitaria revolucionado porque ha creado un sistema de Inteligencia Artificial que mete la historia clínica de un paciente en una coctelera, la agita sin mezclarla, y le sale una probabilidad de óbito próximo más precisa que la que hace un médico ser humano mirando esa misma historia.

Esta herramienta deliciosa tiene a las grandes compañías aseguradoras estadounidenses y a los hospitales de ese país, tan poco familiarizados con la universalidad, relamiéndose. Evidentemente, ellos serían sus usuarios. De ahí lo del titular. No estás tú aquí, en este verano al 75% que tenemos, que se resiste a exprimir toda su potencialidad, sentado en una terraza y consultando al Google cuándo te vas a ir para no volver. Estás en la terraza, más bien, pensando si deberías irte a la barra, con la indecisión de las nubes, entre aquí y allí.

Que ya era hora, he leído en algún sitio, que Google afinara de verdad su IA y le diera una verdadera utilidad. Que los médicos equivocan sus pronósticos de mortalidad por días y semanas y eso es un jaleo, que están los pacientes ocupando camas más tiempo de lo que las aseguradoras y los hospitales querrían. Mira Google, te lo tengo que decir porque yo a ti no te miento: vete a la mierda.

Somos curiosos los humanos. Con la muerte, queremos saber y queremos no saber. Todo a la vez, como con los titulares.

Hace años entrevisté al que decía ser el primer español graduado en Medicina China, un hombre que había escrito una tesis doctoral sobre el pulso, mil páginas en mandarín sobre sus sutilezas. Si cerrabas los ojos cuando hablaba, creías que era chino. Pero no, era de Chamberí, y se había marchado a Pekín tras la Selectividad.

No sé cómo le estarán yendo las cosas. Ya entonces se había encontrado con dificultades que no había sabido predecir. Después de estudiar un año de chino intensivísimo y cinco de carrera en ese idioma del demonio, con asignaturas dedicadas por completo a, por ejemplo, el aliento, lo complicado había acabado siendo el trato con los pacientes. 

Decía que, en el hospital pekinés donde hizo las prácticas, estos no querían que les atendiese el extranjero, qué iba a saber un occidental de medicina tradicional. Cuando por fin accedían a la consulta le hablaban muy despacio y traduciéndose a si mismos, simplificando sus explicaciones   con lenguaje infantil. Regresó a España y consiguió un trabajo en un hospital privado marbellí. Allí los pacientes se decepcionaban al comprobar que no era chino, qué sentido tenía graduarse en Medicina China viniendo de Chamberí. Cuando por fin accedían a la consulta le confesaban su escepticismo, no creían en sus remedios acientíficos, iban a verle solo porque tenían algo  molestísimo que no eran capaces de quitarse de encima, por probar.

La medicina china tiene carencias, admitía. Para mil enfermedades serias la occidental es el único remedio, y a veces ni eso. Pero también tiene virtudes que esta desconocía. Decía que afinaba tanto la observación de detalles que otros pasan por alto que permitía diagnósticos certeros con rapidez. Encontraba también que los médicos chinos eran más eficaces a la hora de calcular el tiempo que les quedaba a los pacientes que los occidentales, que solían acertar con una precisión de asustar.

Puso ejemplos. Un señor que se movía así, respiraba así, tenía un color de piel así. Tantos días, dijeron. Y tantos días fueron. A veces la gente no sabe que está enferma, ni se entera, pero algo lo delata, decía. Él era capaz de leer esa letra pequeña, aseguraba, no como los occidentales, que descansan demasiado en la tecnología. Él podía decirle cómo estaba por dentro a aquel, aquel, aquel, aquel... a mí. Hizo entonces una pausa dramática esperando que le pidiese una revelación, imagino.

Apagué la grabadora y me levanté como un resorte. Hay respuestas que no quiero saber así que no hago esas preguntas. Ni al Google, ni a nadie.

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