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Setenta euros

LOS SEÑORES diputados y senadores del Partido Socialista aplaudieron a rabiar a su amado líder cuando este les aseguró que tomó la decisión de adelantar las elecciones generales al día 23 de julio después de consultarlo con su conciencia. Como una medida de urgencia para darnos a todos la oportunidad de corregir aquello que hubiésemos hecho mal en los comicios municipales y contribuir así a frenar la "ola reaccionaria" que amenaza con arrasar el país de norte a sur y de este a oeste. Es posible que así sea, que realmente la preocupación por el futuro de sus compatriotas llevase al presidente del Gobierno a dar ese golpe en la mesa y a erigirse como una especie de monolito pétreo frente a las embestidas de lo que llamó "extrema derecha y derecha extrema". Cómo dudar de su palabra. Seguramente fue así. Tomó la decisión en caliente, después de pasar una mala noche a causa de la pesada digestión de los resultados electorales del domingo, de los que ya poco se habla ante la inminencia de una nueva llamada a las urnas.

Sin entrar en valoraciones de otro tipo, realmente me cuesta creerlo. No considero plausible, ni siquiera probable, un escenario semejante. No creo que Pedro Sánchez sea un lerdo visceral. Ha demostrado en múltiples ocasiones que no da puntada sin hilo. Piensa lo que hace, aunque no siempre dice lo que piensa. Además, dudo que los actuales rectores del Gobierno no contemplasen en las semanas previas unos resultados electorales como los que se produjeron en varias comunidades autónomas y en ciudades simbólicas. Tampoco que no tuviesen previsto un plan con antelación. Una estrategia para hacer frente a la situación de forma rápida y eficaz si venían mal dadas y no se cumplían las predicciones del infalible Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Soy demasiado desconfiado. Lo reconozco. No me cuadra que todo esto se hubiese decidido en unas pocas horas, justo cuando la "ola reaccionaria" le mojó los pies al presidente.

Más allá de cualquier tipo de apreciación ideológica, tengo que reconocer que estoy un poco molesto por la fecha elegida. Cabreado, en realidad. Es una tremenda perrería convocar unas elecciones a las veinticuatro horas de la finalización de otras. Después de meses de una dura campaña y de una jornada electoral de infarto, en la que los medios de comunicación tuvimos que tener las orejas levantadas hasta la madrugada, nos metemos de nuevo en faena sin solución de continuidad. Parece que las municipales han quedado ya en un segundo plano, cuando la realidad es que este viernes se reúne aquí en Lugo la Junta Electoral para decidir, entre otras nimiedades, quién se queda con el gobierno de la Diputación. Todavía hay muchos vecinos de esta provincia que no saben a ciencia cierta quién será su alcalde. Da lo mismo. Los partidos volverán a tocar corneta y, prietas las filas, prepararán a sus tropas para la madre de todas las batallas.

Estoy cabreado, también, porque las elecciones serán en pleno verano. Creo que no he hablado con nadie en los últimos días que apruebe el 23 de julio como fecha para unos comicios generales. Ni siquiera declarados simpatizantes socialistas. Mucha gente tenía, y tiene, previsto marcharse de vacaciones. Otros, como sucede en mi caso, estaremos trabajando en Lugo durante todo el mes, pero no hay que olvidar que los comicios se celebran en domingo y, además, en uno que coincide con uno de los puentes festivos más importantes del año en Galicia. Para nota. Es cierto que se puede solicitar el voto por correo, pero qué sucede si, por causa del azar, nos toca estar en una mesa electoral todo el día. Cómo esquivar esa obligación si tenemos planes mucho más estimulantes para una fecha tan señalada en el calendario. No es fácil. Más bien al contrario. Por experiencia propia, puedo decir que es difícil. En otros comicios, ni siquiera acreditando que uno de los cónyuges tenía que trabajar toda la jornada y el otro cuidar de una niña pequeña, uno de los miembros de la pareja se libró de responder al mandato de ley electoral.

Al que le toque, seguramente tendrá que pringar. Y lo hará por unos setenta euros. Algo menos de lo que cobran por jornada un diputado o un senador. Trece o catorce horas de trabajo en domingo, en pleno puente de julio, mientras otros están en la playa escuchando el sonido de olas que no son ni progresistas ni reaccionarias. Una auténtica faena, la verdad.

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