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Podemos hacerlo mejor

SOY PERSONA de afectos persistentes. También un animal de costumbres. Supongo que casi como todo el mundo. No me considero un individuo demasiado especial. Normalmente, lo que me gusta, me gusta mucho. Lo que no me agrada, llega incluso a molestarme. Procuro moverme entre diferentes gamas de grises, más que nada para no perder perspectiva, necesaria en mi oficio y en la vida, en general, pero a veces tiendo a desplazarme hacia el blanco o me inclino demasiado hacia el negro. O para adelante o para atrás. Hacia un lado o hacia otro. No soy reacio, en todo caso, a dar mi brazo a torcer si alguien consigue convencerme de que no he tomado el camino adecuado. Eso solo lo hacen los idiotas. Salta a la vista que no soy ninguna eminencia, pero tampoco un necio que se refocila en su estulticia. Como dijo un diputado del Partido Popular en el Parlamento de Galicia: "Seremos tontos, pero apartamos aos coches".

Esta semana, en casa de mi madre, me quedé mirando una fotografía de mis tiempos de estudiante en Santiago. Han pasado dos décadas, pero sigo reconociendo alguna de mis preferencias en aquel ignorante despreocupado que no dedicaba demasiado tiempo a pensar en los renglones torcidos de Dios. Camisa azul celeste, jersey marino de algodón, pantalones vaqueros y las perennes botas Martens. Me di cuenta de que mi aspecto, al menos en lo que se refiere a la forma de vestir, ha evolucionado poco o casi nada. Me sigo tapando con cosas parecidas y, en invierno, utilizo un calzado del mismo fabricante. Me he hecho algo más vago, eso sí, porque he sustituido el modelo de los dieciséis ojales por uno que se ajusta al pie mediante gomas. Demasiados cordones para un día a día tan movido.

Creo que el hábito no hace el monje, pero seguramente algo puede contarnos del individuo. En mi caso, creo, habla de que, más allá de concesiones mínimas a ciertos cánones estéticos contemporáneos, me siguen gustando las mismas cosas, o muy parecidas. Los mismos colores y patrones casi calcados para un estilo similar. Cuestión distinta es el aspecto físico. Quien diga que veinte años no es nada, tiene febril la mirada. Las nieves del tiempo platearon mi sien y bajo los ojos, que empiezan a dar síntomas de presbicia, se dejan ver unas bolsas que hablan de noches largas y no, lamentablemente, por salir de fiesta hasta el Podemos hacerlo mejor amanecer. El pelo ahora lo llevo corto, porque ya no está la azotea para alardes, y la barba larga, porque así la dejé hace años, por comodidad, y no me veo ya sin ella.

También soy conservador en otras muchas preferencias. Me siguen gustando los coches de perfiles más cuadrados; las motocicletas de apariencia clásica, ruidosas y con los faros redondos; los relojes que marcan la hora con agujas, las películas de época, con muchas espadas y batallas a cara de perro, y las novelas más negras que el carbón. Sigo siendo más de carne y pasta que de pescado y verdura, aunque creo que nunca me cansaría de comer pulpo. Prefiero, en general, el mar a la montaña. Y sigo siendo fiel a la misma marca de cerveza.

Sin embargo, mi pensamiento sí ha evolucionado. Mi forma de ver la vida ha cambiado. Ahora sí me fijo en los trazos de los renglones torcidos. Ya sé que los caminos no son rectos y que los problemas no se solucionan mirando hacia otro lado. Que las injusticias y las desigualdades hay que combatirlas. Que la indiferencia, a veces, nos hace cómplices de aquello que en el fondo reprobamos. Que a veces no basta con pensar algo, que hay que manifestarlo, hacerlo verbo y defenderlo en voz alta. Que las avestruces entierran la cabeza, pero dejan el culo al descubierto.

Nunca he sido machista. Ni lo soy ahora ni tampoco lo era hace veinte años. Pero seguramente sí he tenido comportamientos machistas o los he tolerado. Pequeñas cosas, a veces imperceptibles, pero ingredientes que sazonan un caldo que a muchas mujeres ya les resulta intragable. Ya no basta con decir que no lo somos. Podemos hacerlo mejor.

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