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Padres

La brutal paliza que le causó la muerte a un joven de 24 años nos deja con el corazón encogido y muchas preguntas

LEÍA AYER la carta emocionada que un amigo le dedicaba a su hijo en las redes sociales con motivo de su cumpleaños y de su recién estrenada mayoría de edad. Además de felicitarlo por el buen trabajo que hizo en el último año para acceder a la universidad y dar un paso adelante hacia una nueva etapa en la vida, le recordaba que "siempre y en cualquier circunstancia" sus padres estarán ahí para él. También le dio un valioso consejo. Que haga "el bien" y deje "las puertas abiertas" en aquellos lugares por los que vaya pasando. Sin duda, una buena recomendación, quizás la mejor, para que sepa encontrar el rumbo cuando se encuentre perdido entre la niebla del largo camino que va a emprender. Que intente ser un buen tipo. Que sea persona, en el más amplio sentido de la palabra. Así de sencillo y así de difícil. Si lo consigue, y estoy convencido de que lo hará, seguramente habrá alcanzado una de las mayores metas a las que puede aspirar un individuo.

Esas frases, escritas desde el cariño y desde el amor incondicional de un padre, me hicieron pensar en la mala hora de ese chico de veinticuatro años al que reventaron a golpes en A Coruña. Lo cierto es que no me lo saco de la cabeza en los últimos días. Como a mucha otra gente, quiero pensar que como a la mayoría, lo sucedido me ha provocado una profunda impresión. Influyen la atrocidad de los hechos, el motivo absurdo que los desencadenó, la inacción de los espectadores anónimos y la proximidad del escenario, de unas calles por las que también salí a pasármelo bien más de una vez, cuando era incluso más joven que el malogrado Samuel.

Puedo comprender y empatizo con facilidad con el temor y el desasosiego que pueden sentir muchos padres cuando ven a sus hijos adolescentes salir por la puerta. En Lugo o en Madrid. Nunca se sabe cuándo pueden encontrarse con la persona equivocada en el sitio menos oportuno. Ahora entiendo, cada día mejor, lo confieso, por qué los míos me esperaban despiertos cuando regresaba de madrugada. Por qué se molestaban en repetir consejos que oía una y otra vez, pero que no siempre escuchaba. Aunque sea tarde, me arrepiento de haber sido en ocasiones tan arrogante. Un pobre ignorante sabelotodo, atrofiado por las hormonas y revestido de la impertinencia pueril de que quien no tiene ni puñetera idea de lo fiera que puede llegar a ser la vida.

Lo que ha sucedido en el Orzán nos encoge el corazón. La manifestación de una violencia desatada, incontrolada y gratuita, que se ha llevado por delante la vida de una persona tan joven. Salió a divertirse y no volvió a casa. Simplemente por llevar un móvil en la mano y cruzarse con gente despiadada. Pienso en sus padres. En el dolor que tienen que sentir en su ausencia. En el vacío que deja una muerte tan prematura como absurda. En la rabia que pueden sentir. No sé, y prefiero no saberlo nunca, si la justicia puede aliviar en algo semejante pérdida. Ojalá, en todo caso, que llegue en tiempo y forma. Así tiene que ser.

Eso también me lleva a pensar en otros padres. En los de esos chavales y chavalas que instigaron o propinaron la brutal paliza que le causó la muerte a Samuel. Fue una acción cruel y cobarde, fuera de toda lógica. Eran muchos contra uno solo. Sus hijos están vivos, pero a partir de ahora tendrán que portar una carga muy pesada. Me pregunto si en algún momento se pararon a hablar con ellos para aconsejarles que fuesen buenas personas y que siempre dejasen las puertas abiertas. Si lo que ha sucedido fue fruto de las circunstancias del momento o alimentado por un odio rancio hacia al que es diferente. También me lo cuestiono sobre los progenitores de aquellos otros que vieron y dejaron hacer. Que no intentaron parar lo que acabó de la peor manera posible.

Un amigo policía me dijo que hace años, cuando había una pelea, alguien intentaba casi siempre separar a los que se estaban zurrando. Ahora, en cambio, la primera reacción es sacar el móvil y ponerse a grabar. No sé. Espero que esté equivocado. Pienso en los padres, pienso en nuestros hijos y pienso, con congoja y desazón, en la mierda de mundo que les estamos dejando.

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