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Democracia plena

Decía mi abuelo materno, Ramón, que también era mi padrino, que la palabra de un hombre —o de una mujer, se entiende— debe ser como una escritura. Un auténtico contrato entre personas. Algo simple, pero complejo en su sencillez. Ni siquiera requiere de la teatralidad de un firme apretón de manos. Basta con algo más insulso, pero igual de efectivo. Si digo que voy a hacer una cosa, hago lo que digo que voy a hacer. No hay más. Si no tengo garantías de que puedo cumplir aquello a lo que me comprometo, incluso presuponiendo la firme voluntad de hacerlo, mejor quedarse callado y apostar por un principio de prudencia. 

Si todos fuésemos personas formales, a carta cabal, podríamos ahorrarnos mucho dinero en papeles. Saltarnos peajes que nos roban tiempo y esfuerzo. Esquivar decepciones que a veces nos dejan un poco hundidos, la verdad. La vida sería más llevadera, en general, y las cosas funcionarían mejor. No sé lo que ocurre en el ámbito privado. Supongo que habrá de todo. Cualquiera puede contar experiencias buenas y malas. De todas formas, es muy evidente que, salvo honrosas excepciones, en la esfera pública, en el ejercicio de la política, las promesas e incluso aquello que se vota en sede parlamentaria son en muchas ocasiones, demasiadas a mi juicio, meras cortinas de humo. Enunciados vacíos, hipócritas y absolutamente estériles. Seguramente, tan inútiles como algunos de los individuos que los promueven, sin más aspiración que salvar la cara o recrearse con el eco de su voz. Por supuesto, con la despensa bien provista. 

Que la política recupere credibilidad depende de que se cumpla lo que aprueban los parlamentos

Decía esta semana el presidente del comité de empresa de Alcoa que nuestra democracia "no puede ser plena" si realmente no se cumple aquello que se aprueba en el Congreso o en el Parlamento de Galicia, cámaras donde los señores diputados ejercen la representación de la soberanía popular. Aseguraba que lo que está pasando "con la clase política en este país es alucinante" y les recordaba a los representantes electos que, en algún momento, tendrán que responsabilizarse de aquello que votan, sea en conciencia o por simple disciplina de partido. En su caso, evidentemente, se refiere a la situación de la planta de aluminio primario de San Cibrao, pero su reflexión, en realidad, es válida para otros muchos ejemplos que se suceden a diario. Se preguntaba para qué sirven las resoluciones parlamentarias, apoyadas incluso por los partidos que ejercen o sustentan al Gobierno, si luego el ejecutivo no cumple con ese mandato. A su juicio, y seguramente al de otra mucha gente, alguien tendría que presentar la dimisión y marcharse a su casa. Por vergüenza, más que nada. 

Eso no va a pasar. No sucede casi nunca. Este miércoles, en Burela, había representantes de todos los partidos en la manifestación. Había socialistas, que ahora están en el Gobierno de España. Nacionalistas del BNG, que condicionaron el apoyo a la investidura de Pedro Sánchez a una solución para Alcoa que no acaba de llegar. Y los representantes del PP, que manda en la Xunta y tiene competencias en materia de industria. Lo que hicieron, por resumir, fue pasarse la pelota unos a otros. Culparse mutuamente de un problema que tendrían que resolver, seguramente, entre todos. Obviar, deliberadamente, que esa protesta fue convocada precisamente para exigirles a las administraciones, a todas, que pongan solución a esos problemas que tienen a la gente con el agua al cuello. Las instituciones no son entes abstractos con voluntad propia, sino organismos públicos dirigidos por políticos. 

Algunos trabajadores se preguntaban contra quién protestaban unos y otros, porque todos tienen su parte de responsabilidad, en mayor o menor medida, en esta situación. Creo que la respuesta, sin ánimo de hacerme el listillo, es bastante sencilla. Ninguno criticó o siquiera cuestionó la gestión de los suyos. Por lo tanto, se manifestaban contra los demás, contra los rivales políticos. En vez de preocuparse por cumplir lo prometido. De responder por la palabra empeñada y por lo que se votó en sede parlamentaria. Como sucedería en cualquier democracia plena.

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