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Cavernícolas

Salimos del estado de alarma con dudas y temor a una recaída que no es improbable
Una mascarilla en la playa ribadense de As Catedrais. ÁLVEZ
photo_camera Una mascarilla en la playa ribadense de As Catedrais. ÁLVEZ

CADA UNO DE NOSOTROS es hijo de su padre y de su madre. A partir de ahí, donde termina la genética, empieza el desarrollo personal en base a las circunstancias que rodean a todo bicho viviente. Vivimos como queremos, con suerte; o como podemos, si la fortuna no es tan generosa a la hora del reparto de dividendos. A veces tenemos entre las manos el timón de nuestra propia vida y en ocasiones vamos dando bandazos y es la propia marea la que decide el rumbo. Es inevitable. Qué le vamos a hacer. Hay situaciones que, con mayor o menor esfuerzo, somos capaces de controlar. O al menos, con algo de diligencia y de sentido de la oportunidad, de encauzarlas en una u otra dirección. En cambio, hay acontecimientos sobrevenidos que nos arrastran, sin más. Si evitamos la zozobra, nos queda el consuelo de que de todo se aprende, para bien o para mal. O así debería ser. Ya se sabe cuál es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. O cinco, si se diera el caso. Y eso sin probar el alcohol. Si hay vicio de por medio, el porcentaje puede elevarse de forma notable.

Reflexionaba sobre estas cosas de andar por casa con motivo de la reciente salida del estado de alarma. Según Fernando Simón lo dejamos antes que los demás porque aquí hemos hecho un "trabajo excelente". Él sabrá. Lo que tengo claro, como profano en asuntos sanitarios, es que el coronavirus nos ha vuelto a dar una lección que ya deberíamos haber aprendido. Es la soberbia la que nos impide asimilar lo frágiles que somos. Nosotros, como personas, y todo el sistema que estructura nuestra forma de vida y la sociedad de la que formamos parte. Un día cualquiera, a mediados de marzo, un virus que apareció meses antes en China, algo así como "una gripe fuerte", llevó a las autoridades de nuestro país a decretar el estado de alarma. Según explicaron entonces para evitar el colapso del sistema sanitario. Según matizan ahora, para salvar cientos de miles de vidas. En esa tesitura, de repente, nos metieron a todos para dentro. O a casi todos. Algunos tuvieron que pegarse con el bicho cara a cara y otros seguir dando el callo para evitar que todo se desmoronase. En todo caso, alguien apagó el interruptor y nos puso a hibernar a la mayoría en la cueva. No como a los osos, a nosotros en plena primavera. Nos robaron el mes de abril, el de mayo y algo más.

Ahora salimos, pero lo hacemos así, de aquella manera. No hay certezas. No puede haberlas. Vemos que hay rebrotes en diferentes puntos del país y en otros lugares del mundo donde el asunto estaba medianamente controlado. Aún así, parece que tenemos que abandonar la cueva. Hay quienes piensan que no queda otra. Que no podemos permanecer aislados por más tiempo. Las secuelas pueden ser a veces tan nocivas y molestas como la propia enfermedad. La gente quiere pasar página y centra ya su preocupación en el siguiente capítulo. Según el Centro de Investigaciones Sociológicas, lo que más nos quita el sueño es la crisis económica que ha provocado la pandemia y el paro. Después viene ese coronavirus que hace unas semanas nos traía de cabeza. Casi al mismo nivel que el mal comportamiento de la clase política, que no deja de ser otra patología crónica. O el síntoma de algo más grave. No sabría decir.

Cada uno de nosotros es hijo de su padre y de su madre. Eso ya lo dije un poco más arriba. Pero es cierto. Cada uno va saliendo de esta situación a su manera. Por la calle vemos a gente que lleva mascarilla y a gente que no. Hay quien disfruta de los bares desde el mismo momento en el que reabrieron sus puertas y hay quien prefiere ser prudente a la hora de ir recuperando hábitos y costumbres. Hay quienes respetan escrupulosamente las normas y quienes, como reconocen los propios comerciantes lucenses, se van relajando cada día un poco más. Por supuesto, hay quien espera con los brazos abiertos a los que vendrán de fuera cuando se les permita el paso y quienes tienen miedo a que vengan acompañados de un rebrote de la pandemia. Todavía hay gente que tiene reparo a la hora de salir de casa y hay otra que no tiene miedo a nada. Personas que sufren el síndrome de la caverna tras el largo encierro y cavernícolas desatados, sin más.

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