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Televisión: toma tres

"UN PROGRAMA de televisión no aparece de la nada, chaval", me dijo aquel hombrecillo bajito y calvo la segunda vez que nos vimos. Habíamos concretado una cita para echar un vistazo al plató, tomar medidas del mismo, plantear ideas sobre los decorados, el vestuario, los medios técnicos... Asuntos importantes que a él, como propietario del canal, le parecieron una auténtica memez: "Estás aquí para aprender, chaval. Así que no me toques la moral", zanjó de raíz mi primer intento de comunicación mientras me indicaba con la mano que lo siguiera. No pude evitar fijarme en que llevaba puesta la misma chaqueta roja de nuestro primer encuentro, y tampoco tardé en conocer las razones de aquel empeño estético, obviamente sin preguntar. "¿Ves esta chaqueta, chaval? ¿Sabes por qué es roja?" me preguntó mientras me conducía por aquellos pasillos angostos, repletos de aparatos electrónicos destripados por el suelo. "Porque los directivos de televisión vestimos siempre de rojo. Es una de las cosas que me enseñó Antonio Asensio, el de Antena 3: un tipo fabuloso, de los que merece la pena tratar". Aquello, por alguna razón que no consigo recordar ni comprender, me tranquilizó y deprimió a partes iguales.

Cuando regresé a la oficina, el Jefe tonteaba con una de las telefonistas. Reían los dos por alguna ocurrencia de él, supongo, así que me dirigí hacia mi mesa y encendí el ordenador. Aquel era un gesto rutinario, sin ninguna intención práctica, pues lo único que me apetecía en ese momento era meter la lengua en un enchufe y suicidarme. "Tienes mala cara, ¿qué te pasa?", me preguntó apareciendo de la nada, las manos en los bolsillos y el mentón amenazante. El trato ameno y distendido de las primeras semanas había dado paso a un cierto estado de tensión constante, una pequeña guerra fría en la que yo trataba de ser educado y él no se cortaba a la hora de ejercer su autoridad. Para entonces, yo ya sabía que la realidad no le importaba lo más mínimo y que era profundamente alérgico a los problemas, así que decidí obviar las conclusiones más ásperas de mi visita a los estudios y empezar la conversación con una buena noticia: había encontrado un carpintero dispuesto a fabricarnos una ruleta por cuatro duros. "¡Fantástico!", contestó él chutando un balón imaginario contra la pared y esbozando su mejor sonrisa de serpiente. "En dos semanas tenemos que estar funcionando, esto va a ser histórico". Y lo fue, vaya si lo fue.

El tiempo que el carpintero tardó en entregarnos el encargo, lo dediqué a buscar patrocinadores para el concurso. No había un duro en la caja, así que la fórmula pactada fue la de intercambiar regalos a cambio de publicidad. Una depuradora de mariscos nos ofreció tres lotes semanales de cinco kilos de mejillón. La tienda de electrodomésticos de un primo mío aportaba una batidora. Teníamos cenas para dos personas en varios restaurantes de menú, camisas, camisetas y pantalones, lotes de vino, otros de conservas, libros, y hasta unos bonos de cinco mil pesetas para gastar en un sex-shop. No era gran cosa pero era algo. Y, sobre todo, era gratis: una palabra que sacaba lo mejor del Jefe y me concedía varias horas de apacible inmunidad.

Antes del plazo acordado, todo estaba listo para comenzar aquella surrealista aventura. Teníamos un estudio decorado con cortinillas metálicas, de color verde, sobre las que pegamos un dibujo de Ruletín hecho a mano y el nombre del programa en mayúsculas: LA RULETA MÁGICA. Teníamos la consabida ruleta, enorme y pesada, tuneada con recortes de papel coloreado sobre los que estampamos el logo de cada patrocinador y unas pegatinas de estrellitas que el Jefe se sacó de la manga a modo de extra: "la casa por la ventana". Teníamos las líneas 906, las telefonistas, dos cámaras, un realizador, un programa informático para crear rótulos en pantalla y, lo más importante, el mejor presentador que pudimos encontrar: el propio Jefe. "Lo importante es marcarse bien la raya del ojo", me decía en una especie de camerino cabaretero mientras se maquillaba a conciencia para el estreno. 

Allí estábamos, repasando los últimos detalles, cuando por la puerta apareció un señor de aspecto extrañísimo que se presentó como vidente y la estrella más rutilante de la cadena. "Yo soy Luciano", nos dijo con su voz de divo átono. Inmediatamente sacó unas cartas enormes y las puso encima de la mesa. "¡Corta!", me ordenó. Yo miré al Jefe, por si acaso, y este me hizo un gesto de confirmación a través del espejo, incapaz de dejar de mirarse. Y corté, claro. Fue entonces cuando Luciano comenzó a voltear cartas e improvisar gestos que iban desde la alegría a la incomodidad, especialmente cuando me miró y dijo: "¿Tienes algún tipo de problema intestinal?". Yo, un tanto asustado por aquel giro inesperado de los acontecimientos, respondí que no, que estaba fenomenal de salud, pero Luciano había hecho presa y no parecía dispuesto a soltarla. "Pues los vas a tener, las cartas nunca mienten", reveló mientras recogía el mazo, nos deseaba suerte y se despedía con un portazo. "Vamos allá", dijo el Jefe golpeándome cariñosamente la espalda. "Y espabila, coño, que pareces un difunto". Había llegado el momento que tanto habíamos esperado y yo solo era capaz, ya, de pensar en la muerte.

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