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Rutina

 

Rutina. MARUXASE LEVANTABA temprano para dar de comer a las gaviotas, sacar agua del pozo y preparar café. Eran sus tareas de cada mañana, las que él mismo se había impuesto tantos años atrás que ya ni recordaba el porqué, lo que nunca le pareció razón suficiente para dejar de atenderlas. Más tarde, con la satisfacción del deber cumplido, se aseaba con detenimiento, elegía una camisa que acompañara su estado de ánimo y bajaba a la sucursal para retirar todos sus ahorros. "¿Lo de siempre, Don Antonio?", preguntaba Rosa -la cajera- por formalizar de algún modo la rutina. "Lo de siempre, por favor", respondía él con una pequeña reverencia. Contaba parsimonioso el dinero, lo metía en un sobre, firmaba el correspondiente recibo y golpeaba el mostrador con los nudillos: dos golpecitos secos, de satisfacción y conformidad. "Hasta luego, Don Antonio", se despedía ella. "Hasta luego, Rosiña", repetía él.

Como los demás jubilados, solía matar la mañana en el bar: cuatro o cinco tazas de vino, algún vermut si la ocasión lo merecía y unas manos de brisca, tute, chinchón… Lo que se terciara. A las doce del mediodía, de lunes a viernes, el camarero subía el volumen del televisor mientras Antonio y su camarada Gerardo se acomodaban para seguir, con fingido desinterés, un culebrón mexicano en el que una humilde modista peleaba un amor imposible con el hijo de su patrona. "¡Qué mujer, dios mío!", decía Antonio cuando veía aparecer a la malvada madre en la pantalla, persignándose con absoluta devoción. Luego, al terminar el capítulo, metía unos céntimos en la tragaperras, echaba una ojeada a las esquelas del periódico, consultaba la hora en el reloj de la pared y regresaba al banco para ingresar el dinero que había retirado unas horas antes. "¿Para ingresar, Don Antonio?", preguntaba Rosa cada día. "Para ingresar, por favor", respondía él cada vez.

Las tardes las dedicaba a dar largos paseos por el pueblo, empezando por la parte alta y terminando en el muelle para ver partir a la flota. La jubilación le llegó demasiado pronto pero nunca echó de menos la vida a bordo del barco. "El mar solo le gusta a los que no lo trabajan, a los turistas", solía decir cuando le preguntaban por el oficio. Soltar amarras, poner rumbo al caladero y ver su propia casa colgada de la ladera del monte, empequeñeciéndose hasta perderla de vista, eso sí le gustaba. "Son los últimos momentos en los que reconoces un sitio al que volver. Después… Quién sabe". Al terminar su paseo vespertino regresaba a casa, leía unas cuantas páginas de alguna Estefanía antes de cenar y se metía en la cama con la tele encendida, por acompañar. "Buenas noches, Marina", le decía al retrato de su mujer antes de abandonarse al sueño.

Así transcurrieron los años hasta que un día, a finales de febrero, el viejo reloj de pared del bar le asestó una puñalada mortal. "¡Pero qué hora es!", preguntó intranquilo al percatarse de que las manecillas no se movían. "Y media pasadas", respondió el camarero sin darle demasiada importancia al asunto hasta que lo vio palidecer. Trató de correr –su cuerpo ya no recordaba cómo se hacía- pero de nada sirvió: el cartel de cerrado lucía en la puerta. Cuentan que se quedó petrificado en la acera, sin saber qué hacer con todo aquel dinero metido en un sobre, apartado de su ritual diario de retiradas e ingresos, de ser Antonio 'el Loco' o de no ser nada. Nadie lo vio pasear aquella tarde ni tampoco en el muelle, despidiendo a los barcos.

A la mañana siguiente, las gaviotas graznaron hambrientas mientras sobrevolaban el tejado de su casa. Gerardo, su inseparable mano de partidas y novelas, empezó a temerse lo peor desde primera hora pero los malos augurios no se confirmarían hasta la noche. La hermana de Antonio, Josefa, lo encontró derrumbado sobre la cama, vestido con la ropa del día anterior. Lo supo porque su hermano jamás se pondría una camisa rosa para morirse. En la mesita de noche, junto al retrato de Marina, descubrió un sobre lleno de dinero. "Se dejó morir", sentenciaron en el funeral quienes mejor lo conocían. Lo enterraron en el panteón familiar, al lado de su mujer, y cuando la comitiva ya se dispersaba, entre lamentos y cotilleos de aldea, un solitario Gerardo levantó la vista hacia el muro del cementerio y se alegró de ver allí a las gaviotas. "Ahí las tienes, viejo. Vinieron todas", pensó. "Y te llamaban loco".

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