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Puro Cota

Rodrigo Cota.RAFA FARIÑA
photo_camera Rodrigo Cota.RAFA FARIÑA

YO CONOCÍ a Rodrigo Cota como se conocen hoy en día los divorciados con ganas de reorganizar —un tanto a la desesperada, todo hay que decirlo— su vida sentimental: a través de las redes sociales. Él era un columnista de reconocido prestigio y yo el heredero de un restaurante que había vivido épocas mejores, de ahí que una relación amistosa nos pareciese buen negocio a los dos. Aspiraba yo, en aquellos días, a llenar el local de caras conocidas que atrajeran a nueva clientela y la suya no solo cumplía el requisito principal sino que, además, generaba confianza a las primeras de cambio. Él, por su parte, ganaba un amigo al otro lado de la barra, un segundo o tercer hogar para esas noches frías en las que conviene refugiarse al calor de una copa de whisky y una buena charla. Aquello tenía todos los visos de simbiosis duradera pero se fastidió porque mi fuerte nunca ha sido la gestión, y aquel breve paso por el mundo de los negocios se saldó con varias deudas a proveedores y un cartel de "se traspasa".

Lo cierto es que perdí dinero y credibilidad pero gané un amigo, que no es moco de pavo. También un maestro, porque Rodrigo fue de los que más me ayudó a progresar en el siempre complicado mundo de la escritura y a cambio nunca pidió nada más que algún pitillo, si acaso un mechero. Leyéndolo parece un oficio sencillo, ahí está el engaño. Se trataría de elegir un tema casi al azar, modelar un lenguaje a medio camino entre la Sagrada Biblia y el Mercado de Abastos, salpicarlo todo de humor y referencias populares —como las películas de Rocky o las canciones de Georgie Dann— y enviarlo a la redacción con la certeza de que en algún momento comenzarán a sonar los aplausos. Es una sensación totalmente ficticia, claro, inducida por una sencillez en el tratamiento y la ejecución que solo está al alcance de los mejores, como ya le explicaba Josep Pla a Salvador Paniker durante una entrevista, allá por 1965: "La mejor frase que se ha escrito en nuestra lengua es ‘la puerta es verde’; punto". Para Cota, las puertas siempre han sido puertas y Rambo el más famoso hidalgo de la Mancha, Vietnam y el norte de Portugal, de ahí que uno se enganche a sus piezas como él se enganchó al tabaco desde los catorce años.

Para ser Rodrigo Cota hay que haber vivido todas sus vidas, que son tantas como centímetros acumula en la zona del abdomen. En cierto modo es como un árbol —puede que un roble americano— y con cada año que pasa va sumando un anillo más para disgusto de su familia, su dietista y hasta su sastre. Si uno se fija un poco, en su escritura juega el Rodrigo mexicano, el niño, el hijo de emigrantes que devoraba la biblioteca de su padre y se reía con las películas de Cantinflas que veía por la televisión y de las que, todavía hoy, es capaz de reproducir escenas enteras, palabra por palabra. Pero también el adolescente que regresa a España y empieza a codearse con apellidos de familias ilustres, el que se maneja en las tardes del Casino Mercantil con quinientas pesetas mientras sus colegas no bajan de las diez mil... El hermano, el novio, el marido, el padre joven, el no tan joven, el huérfano, el negro literario, el guionista, el columnista de referencia en la ciudad, el pregonero de las fiestas y desde esta semana, también, el nuevo y prestigioso premio Puro Cora.

La víspera del anuncio oficial me llamó para compartir su alegría en secreto y enseguida surgió la expresión fetiche del más puro Cota: "Esto hay que celebrarlo, pago yo". Porque mucha gente no lo sabe pero lo que más le gusta a Rodrigo es celebrar cosas, celebrar la vida, celebrarse a sí mismo y a los suyos. De tan generoso, a veces nos hemos tenido que escapar de algún local de copas por no ajustarnos al presupuesto inicial, más pendientes de hacer rendir la conversación que el dinero. A fin de cuentas, hasta de los percances se ha acostumbrado Rodrigo a componer columnas maravillosas, como aquella vez que sufrió un infarto y no se le ocurrió mejor idea que contarlo desde la Uvi, para disgusto de una asociación de cardiólogos que se puso en contacto con el periódico exigiendo una explicación.

Por aquel entonces todavía no éramos amigos pero, pasado el tiempo, me ha dado por pensar en qué sería de mí si me faltara Rodrigo. Tampoco es que prefiera irme yo primero al otro mundo pero no por el mero hecho de morirme, sino por la putada que supondría no poder leer al día siguiente lo que Cota habría escrito sobre mí. Conociéndolo como lo conozco, supongo que comenzaría con algo del tipo Rafa Cabeleira (El Comecocos, 1906) o alguna otra ocurrencia que hiciese reír a mi madre en el mismísimo tanatorio porque, al igual que su adorado John Rambo, nuestro querido Rodrigo Cota es un tipo de gran corazón pero sin atisbo de piedad. Y, menos mal, porque entonces correríamos todos un serio riesgo de confundirlo con Dios.

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