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El mejor pescado del mundo

Cabeleira
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A MENUDO, UNO SE ENCUENTRA con las grandes preguntas de la vida casi por casualidad, sin apenas buscarlas, como el otro día que, trasteando por Twitter, me topé con una cuenta que interrogaba a sus seguidores sobre cuál es el mejor pescado de Galicia. "Menuda guerra civil acabas de empezar, pequeño caudillo", pensé. Y las primeras respuestas no tardaron más de medio minuto en darme la razón: un chaval de Bueu enarboló la bandera del rodaballo, una chica de Burela tomó partido por el bonito, y otra jovencita de Combarro —si es que la foto aportada se ajustaba a la realidad— trató de zanjar la discusión enumerando las propiedades nutricionales de una caballa a la que, por razones obvias, se refirió como rincha.

"Léanse mil veces la pregunta, aunque después se queden casi sin tiempo para responderla", solía decir un profesor de mi viejo colegio antes de cada examen. Y sí, como casi todos los docentes que utilizaban los golpes de efecto para hacerse los interesantes, mentía. Lo importante era la respuesta, claro, pero algo de razón tenía sobre la importancia de comprender, exactamente, qué se nos preguntaba. En este caso concreto, no buscamos al pez más bonito ni el más sabroso. Tampoco el más rentable o el más exótico, ni siquiera al que podría presentar mejores marcas en unas olimpiadas de piscis, no: buscamos al mejor de los pescados y para ello necesitaremos valorar todo tipo de parámetros, incluidos los menos habituales.

Ahora que está tan de moda todo eso del ecologismo y las energías renovables, la anguila eléctrica bien podría ser uno de los finalistas. Como manjar —y ahora me estoy refiriendo a la familia de las anguilas en general— me parece bastante despreciable. Por mi educación, elitista y religiosa, he aprendido a respetar los gustos de todo el mundo. Esto no quita para que, si de mí dependiera, se debiera fusilar a cualquiera que se declare amante de semejante aberración marina. En el caso concreto de la anguila eléctrica, podría admitir ese plus de conciencia global y sus implicaciones en la Agenda 2030, pero al mejor pescado del mundo —que es lo mismo que decir el mejor pescado de Galicia— se le debe exigir algo más. ¿El qué? Pues, por ejemplo, una presencia aristocrática.

Ahí tenemos, por ejemplo, al pez gato, con esos bigotes lustrosos que dan ganas de subirlo a un caballo y ordenarle que reúna bajo un mismo estandarte a la Prusia oriental con la occidental. ¡Qué pez, señores!, ¡qué bigotes y que maneras! Es tan televisivo que en uno de estos programas mañeros con los que tanto me gusta perder el tiempo lo han convertido en una superestrella. Lo llaman siluro, supongo que por abreviar, y el pescador en cuestión se recorre medio mundo buscando los ejemplares más gigantescos que uno haya visto jamás. Cierto es que casi nunca pesca ninguno o, en el mejor de los casos, los que finalmente terminan en sus redes distan mucho de esa imagen de bestia asesina prehistórica con que se teje con el guion. En realidad, el pez gato es un pescado bastante bobalicón y eso, a pesar de sus buenas maneras y su regio porte, lo descarta de la lucha por tan codiciado trofeo.

Por cierto, y ya que hemos sacado el tema de la televisión —incluyamos también al cine—, cualquiera puede imaginar que tanto el tiburón como el pez payaso (el de Buscando a Nemo) deberían tener su chance. Del primero me gusta su instinto asesino, sus ojos negros de corredor de bolsa a punto de convulsionar por el consumo desaforado de cocaína, y del segundo me atrae el disfraz, su piel. Las rayas visten muchísimo y nunca pasan de moda, pero su color anaranjado, en combinación con el blanco y el negro, me parecen una broma pesada de la evolución, que estará muy atenta a las necesidades de cada especie pero no tiene ni puta idea de lo que se significa la palabra Pantone.

Así pues, y dejando de lado sus posibles opiniones, querido lector, este que escribe y baila se decantaría, finalmente, por el bacalao. Pocos peces le han dado nombre a un movimiento musical y casi ninguno resiste la comparación en cuanto a sabor, textura, ofertas de preparación, aprovechamiento, usos médicos, pulsiones nacionalistas, connotaciones sexuales y todo tipo de simbolismos. El bacalao es, al menos para mí, el recuerdo de mi abuela negociando los quiñones de aquellos tipos inmensos que se iban ocho meses a Terranova y venían cargados del citado pez, alcohol y tabaco. Durante semanas, la casa se llenaba con aquel olor a sal tan característico y cuando nadie miraba, mi abuelo sacaba su navaja y fileteaba un par de pequeñas lonchas, así en crudo, que compartíamos en una especie de clandestinidad reservada a los amos del mundo.

"A mí me gusta más la trucha", me dijo mi madre hace apenas diez minutos, cuando me descubrió trabajando y tuve que darle una explicación. Ella es de Lugo, yo qué sé… Y por una madre está uno dispuesto a este tipo de sacrificios y alguno más. Sea coronada la trucha, pues, como el mejor pescado de Galicia, el resto del mundo, Lalín y parte de Portugal porque, ya lo dice el refrán: "La trucha y la mentira, cuanto más grande, mejor".

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