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El extranjero no es para mí

De mi reciente viaje a Manchester me traje una valiosa lección para el futuro: nunca bajes la guardia; la vida es un peso pesado que te sacará los dientes a la menor oportunidad. Es el tipo de cosas que uno aprende viajando y yo no había ido nunca más allá del norte de Portugal y la pequeña Andorra, lo que, en esencia, equivale a no haber salido jamás de Galicia. Recuerdo una vez que transportaba chatarra informática desde el país de los Pirineos a un vertedero situado en la Seu D’Urgell. En la empresa para la que trabajaba me convencieron de que aquello era completamente legal ("¡cap problem, cap problem!", decía el encargado enseñándome las encías, con aquella sonrisa suya de psicópata con la que acostumbraba a cerrar cualquier discusión) y, claro está, no se me ocurrió desconfiar.

El caso es que cargué una docena de torres, monitores e impresoras obsoletas en la vieja Nissan Vanette y salí pitando rumbo a España, con esa leve preocupación del que va camino de Sanxenxo preguntándose si logrará aparcar cerca de la playa, sin más. Zumbaba la furgona por aquella carretera sinuosa porque lo primero que uno aprende en Andorra es a conducir como si fuera inmortal. En un visto y no visto me planté en el puesto fronterizo y ahí comenzaron los problemas. "¿Algo que declarar?", preguntó el policía. "Nada, nada", dije yo muy seguro de mí mismo tras haberme jugado la vida en dos adelantamientos demenciales. "¿Y toda esa chatarra?", insistió él. "Es para mi primo: le gusta arreglar cosas": craso error.

Ya casi podía sentir el tacto frío de las esposas cuando apareció un superior interesándose por el caso. "¿De dónde es usted?", me preguntó. Yo contesté que de Pontevedra porque decir en Andorra que eres de Campelo me parecía pecar de optimismo. "¡Qué casualidad! Mi padre es de Bueu", estalló en un ligero brote de euforia mientras ordenaba a los otros policías que siguieran con sus cosas y me dejaran en paz. ¡Dios, cómo amo las casualidades! "Por esta vez lo vamos a dejar correr pero dile a tu jefe que se necesita una autorización para sacar esta chatarra del país, ¿de acuerdo?", dijo con gran confianza, como si hubiésemos ido juntos a la guardería. Yo salí de allí jurando por la Virgen del Carmen y entonando los primeros compases de la Rianxeira pero en la aduana española me esperaba la segunda sorpresa de la tarde. "¡Hombre! La Vanette blanca, el primo manitas de la Seu y el listo de turno... Pare, pare por ahí", me indicó un guardia civil con ganas de mambo.

Por suerte, de nuevo se me apareció la santísima casualidad dispuesta a salvarme el culo: el guardia civil resultó ser de Muros. Me bastó con su complicidad regionalista y mi clásico numerito de La ciudad no es para mí: reprimenda leve y la promesa de que no volvería a meter basura informática en el país. Por eso digo que, en realidad, nunca había salido de Galicia. Por eso sostengo que la primera gran lección de vida que aprendí viajando me llegó en Manchester hace unas pocas semanas y, cómo no, todo sucedió en un control del aeropuerto.

Dos días tomando pintas y pagando en libras te nublan el entendimiento. Empiezas a creer que dominas el inglés —exceso de confianza, guardia baja... K.O seguro— hasta que un guardia negro de dos metros de altura señala tu mochila; entonces caes en la cuenta de que no entiendes ni una palabra de lo que te está diciendo. "Mierda, seguro que ni es de Muros ni el padre nació en Bueu", pensaba yo mientras nos pusimos de acuerdo en lo evidente: sí, aquella era mi mochila. La cosa se complicó cuando lo vi enfundarse lentamente unos guantes de látex. No sé... En aquel preciso instante "y delante de todo el mundo, además" yo no me veía en condiciones de aceptar los beneficios del tacto rectal, por eso me alivió comprender que solo deseaba registrar la mochila. "¡Good, good!", decía yo abriendo cremalleras como quien juega al rasca y gana, feliz por haber esquivado el primer uppercut. Ahí fue cuando él metió la mano en uno de los bolsillos y extrajo un pequeño tubo de crema antihemorroidal que siempre llevo conmigo por pura superstición, dejémoslo ahí... ¡Boom! De repente estaba en la lona y sin posibilidad alguna de levantarme.

Yo no sé qué me decía aquel buen hombre pero supuse qué intentaba saber qué era aquello, qué era ese tubo rojo con letras blancas que me mostraba ante la cara como el pendiente desconocido que aparece en la alfombrilla del coche: ¿pegamento, pasta de dientes, titadine? Dios bendito... Las únicas palabras que se me venían a la cabeza eran ass y hole, lo que me pareció una pésima idea porque, eso sí lo sabía, juntas significan algo así como gilipollas. Entré en pánico y, sin apenas darme cuenta, tiré de mímica: segundo error. Por suerte, otra de las pasajeras se acercó y, con acento argentino, me dijo que el guardia solo trataba de explicarme que ese tipo de enseres —así lo dijo ella, enseres— deben ser transportados en una bolsa de plástico.

Recogí mis cosas y me dirigí a la sala de embarque con la vergüenza golpeándome la cara (me había visto todo el mundo), bajando la cabeza para no cruzar la mirada con algún conocido. Porque una de las grandes taras que se nos enquistan a los poco viajados es precisamente esa: dar por sentado que en Manchester, en Róterdam, en Tokyo o en Moscú, y a cualquier hora del día, te vas a cruzar con un vecino del pueblo o con algún familiar. Afortunadamente no fue el caso pero, de un modo u otro, regresé a casa convencido de que el extranjero no es para mí y, ahora que lo pienso más fríamente, puede que la vida tampoco.

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