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Desmayos

NADA DEFINE tanto ni tan bien a mi familia como el extraño dominio del siempre difícil arte del desmayo, muy por encima de las piernas bien hechas o los ojos claros que todos lucen con orgullo menos yo. En mi pack genético, que ya es mala suerte, venían dos zancos de pollo americano, ojos marrones y una sinusitis crónica a la que considero mi particular versión del Happy Meal. También —y menos mal, porque en algún momento he pensado en ponerme a buscar mis verdaderas raíces— la utilísima virtud de irme a tierra en cuanto la ocasión lo requiere: exámenes sorpresa, primer día de trabajo, citas que salen mal, citas que salen demasiado bien, citas con el dentista... He visto y sufrido tantos desmayos a lo largo de mi vida que podría detectar a un futbolista fingiendo penalti sin necesidad de ver la jugada, atendiendo solo a las vibraciones del terreno de juego. ¿Recuerdan aquel "se le apagó la luz, tembló" de Alejandro Sanz? Pues es lo más parecido a un himno nacional que hemos tenido en esta casa de locos donde, aunque no lo crean, la gente se desmaya incluso por parejas, como esta misma mañana.

Venía yo de los estudios de la Radio Galega, de debatir con Xosé Luis Barreiro, cuando sentí una extraña perturbación en la Fuerza. Al principio pensé que podía ser cosa del propio Barreiro, extremo que nunca conviene descartar en tiempos de gobiernos de coalición. Los últimos datos de la EPA lo tenían muy preocupado y el Profesor es bien capaz de seguir discutiendo en remoto, a kilómetros de distancia, como un Yoda galleguista y conservador. "Entendo, Xosé Luis, entendo", intentaba tranquilizarlo yo telepáticamente. Pero el runrún no cesaba y enseguida pensé en mi tía Aurora o en mi abuela, que son las que más concentración de midiclorianos acreditan en cada analítica completa. Aparqué el coche, subí corriendo las escaleras y bingo: ahí estaban las dos yendo y viniendo por el pasillo con las manos en la cabeza. "Ay, ay", sollozaba la una. "¿Por qué, Señor, por qué?", replicaba la otra. Como no podía ser de otra manera, fue verme aparecer por la puerta y caer derrumbadas las dos al mismo tiempo, como las murallas de Jericó pero a ritmo de jazz suave, sin estridencias ni trompetas apocalípticas.

DesmayosYo siempre he dicho que la tía Aurora y la abuela son las Gemma Mengual y Ona Carbonell del desvanecimiento pero, no me pregunten por qué, es el tipo de bromas que en mi casa no hacen ni puta gracia. Ni esa ni la de las hermanas Skywalker, que es mi otro great hit intrafamiliar. Haber nacido con seis años de diferencia no les ha impedido nunca comportarse como auténticas mellizas y en el desmayo simultáneo, en esa coreografía de la hecatombe que interpretan cada cierto tiempo, hay un algo que ni se aprende ni se trabaja; sencillamente, se tiene o no se tiene. Dicho esto, no duden de que mi primera reacción siempre consiste en buscar una revista, darles aire, ayudarlas a incorporarse y deslizar un ansiolítico bajo la lengua a cada una, amén de comerlas a besos. Es cierto que a veces soy un poco imbécil pero a cariñoso con la familia no me gana nadie. "¿Estáis un poco mejor", les pregunto a los diez minutos, cuando el fármaco empieza a hacer su magia, el color regresa a sus mejillas y empiezan a mirarse la una a la otra con cierta desconfianza. Y es que, en el fondo, las dos sospechan que la otra está fingiendo.

Por mi parte, no tengo nada que reprocharles: simular desmayos está en su naturaleza, en mi naturaleza y en la de todo el clan familiar desde ya ni se sabe. Que yo recuerde, mi abuelo se dejaba caer como un delantero centro argentino cuando aparecía un inspector de sanidad por la taberna y de su padre, al que no llegué a conocer, se cuenta que hizo una croqueta primorosa sobre el altar del convento de San Xoán antes de dar el sí quiero. Hasta Pitusa, la yorkshire de mis padres, parece haber aprendido que para ser alguien en esta familia hay que fingir algún tipo de vahído cada cierto tiempo. Yo, por mi parte, me estoy planteando seriamente tirarme de la silla el próximo día que coincida en la radio con Barreiro, a ver si consigo que le saquen de una vez la quinta amarilla y tenga que cumplir, guste o no guste, el preceptivo partido de sanción. En el fondo lo hago por él, que conste en acta: no me quiero ni imaginar lo que disfrutará planteando sus cientos de miles de alegaciones.

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