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Bodas

A finales del mes pasado recibí un sobre lacrado que no parecía augurar nada bueno. Puede parecer simple desconfianza, incluso un resorte defensivo de un niño malcriado, pero toparme en el buzón con aquel sobre avejentado y sellado con un pegote de colofonia, goma laca y trementina me hizo temer lo peor y salir corriendo hacia el piso de Don Luis, el cura, para acogerme a sagrado. Al menos en las películas de época, lo sobres lacrados eran el instrumento utilizado para que algún confidente informase al rey de que cierto conde hacía cosquillas a la reina en algún rincón de los jardines de palacio, y el mismo tipo de misiva que el rey enviaba al conde para informales de que pronto aparecería un batallón de soldados a las puertas de su castillo para recordarle la importancia de cortarse las uñas.

El caso es que sobre el lacre, coloreado con algún mineral azulado, se distinguían unas letras y algo parecido a un escudo de armas: una copa balón con una sombrillita, supuse que de papel. Después de exponerla a la luz tratando de intuir su contenido, me decidí a abrirla pero con toda la cautela del mundo, como si fuese yo un diplomático ruso en guerra con el Kremlin o un confidente en la lucha contra el Daesh. Saque la cartulina del sobre y empecé a leerla sin quitarme la mano de la boca, conteniendo el aliento y confirmando el peor de mis temores: me habían invitado a otra boda.

Cada vez que alguna agencia de estadística nos habla de los problemas que más preocupan a los españoles, siempre me sorprendo al comprobar que las invitaciones de boda nunca están entre los primeros. De acuerdo que el paro es un drama que se está llevando por delante el bienestar de muchas familias. También que la corrupción campa a sus anchas y engorda las cuentas de los más pudientes a costa de un consumidor que cada vez consume menos, lógicamente. Incluso puedo comprender el miedo que desprende el terrorismo internacional o la llegada de Donald Trump a la casa blanca pero, incluso así, no termina de entrarme en la cabeza que mis vecinos y compatriotas no entiendan las invitaciones de boda como una seria amenaza para la salud y el bienestar de nuestra sociedad.

Una boda no es, como se suele decir, una fiesta. Para sellar el amor entre dos personas no se necesita mucho más que un cura, un juez de paz o un capitán de barco. Súmenle, si lo desean, los preceptivos padrinos o testigos, depende del carácter de la ceremonia, y todo lo demás es un superfluo gasto que no tiene sentido más allá de las intenciones aviesas e interesadas de una pareja que, en unos pocos años, se sentarán frente a un abogado para informarse sobre el costo de un proceso de divorcio… Y esto no lo digo yo, lo dicen las estadísticas.

Para sellar el amor entre dos personas no se necesita más que un cura o juez de paz


Antiguamente, en tiempos de escasez y pocas alegrías, las bodas tenían un sentido humanístico y, por supuesto, estaban cargadas de folclore. Incluso habrá quién las consideraría una parte fundamental de nuestras tradiciones más ancestrales como las muiñeiras, la queimada o las embarcaciones de pesca con doble fondo. Los novios desfilaban por el pueblo sobre un carro de vacas, precedidos por el cura, el estandarte de alguna congregación eclesiástica y un acordeonista. En la casa del novio se servían callos y empanadas, mientras que en la de la novia se mataban gallinas y se preparaban unas buenas potas de caldo en las que todo el pueblo colaboraba con lo que tenía. Se podría decir, en resumidas cuentas, que los principales protagonistas de la boda seguían siendo los novios pero los que se casaban de por vida eran sus invitados, los vecinos.

Las cosas son ahora bien distintas. Por culpa de Walt Disney y cuatro desaprensivos más, apenas queda una sola mujer que no quiera vivir un cuento de hadas el día de su boda ni tampoco hombre que desprecie esa sensación de convertirse en el macho alfa de la manada aunque sea cojo, medio ciego y no coma carne. Las bodas se han convertido en un intento cutre de formar parte de la historia de la revista Hola y prueba de ello es que ya no hay evento en el que no luzca un estúpido photocall ante el que los invitados lucen sus mejores galas y se dejan fotografiar como artistas de cine. Los menús se componen de diferentes propuestas gastronómicas que brillan por su diseño y ausencia de calorías, atrás quedaron aquellas mariscadas de infarto que obligaban a vomitar varias veces para afrontar, con garantías, el segundo plato. En cuanto a los lugares elegidos para la celebración, los contrayentes se rifan las grandes bodegas, fincas magníficas e incluso pazos embargados a narcotraficantes. El ambiente es tan embriagador que todavía recuerdo la última a la que asistí: mientras el pinchadiscos soltaba el Despacito por cuarta vez, el novio reunió a todos sus colegas en una terraza desde la que se veía la ría de Arousa y nos confesó: "Amigos míos, todo cuanto veis será vuestro algún día".

Del sueño se levantan los todavía enamorados tortolitos rodeados de sobres con dinero, pantallas de plasma, vajillas, juegos de toallas y una Thermomix que en pocos días canjearán por una XBOX One para él y unas planchas de alisar para ella, aunque también he conocido casos en lo que sucede lo contrario. Los invitados, sin embargo, se despiertan con un resaca animal y una soga sobre sus cabezas que les recuerda que todavía están a mediados de mes, que no queda nada en la nevera y que la semana que viene se casa la prima Purita, la de Chancelas. Ha llegado el momento, queridos lectores, de estallar una nueva burbuja y salvaguardar el honor de nuestra sociedad. Pienses que si no actuamos ahora podría intentarlo algún líder de Ciudadanos en el futuro y, entonces sí, todos deberíamos echaremos a temblar.

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