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Amigos

MaruxaSI HAY ALGO que te descompone completamente, eso es ver llorar a un amigo pasados los cuarenta, sobre todo si ese amigo es de los que no lloraban ni cuando jugábamos a ser judíos e intentábamos circuncidarnos con la anilla de una lata de Coca Cola. Es un juego macabro y un tanto peligroso, de esos que solo tienen cabida en las aldeas de la Galicia más profunda o en carísimos áticos de la Quinta Avenida y yo, como ya he comentado en otras ocasiones, no he salido de España más que para comprar toallas y papel higiénico en Portugal. El caso es que mi amigo me llamó por teléfono, quedamos en un parque cercano y allí me lo encontré apoyado en una farola, el pitillo en la boca, el pelo resbalando por la frente y los ojos llenos de unas lágrimas gordísimas y esbeltas. "Para ser tu primera vez lloras como Lauren Bacall, qué envidia", le dije. A duras penas sonrió.

¿Cómo se dice adiós a una persona a la que quieres demasiado, con la que has compartido tanto que apenas recuerdas cómo era la vida sin ella? Yo no lo sé, claro… ¡Qué voy a saber! Soy ese tipo de cobarde (el más patético de todos ellos, el mudito) que se limita a tensar las relaciones con silencios hasta que la otra persona prefiere huir a insistir. Triste pero cierto. Sin embargo, esta deficiencia evidente no me impidió ofrecerle todo tipo de consejos a mi amigo porque vivir la vida en la piel de los demás, calzando sus zapatos y deconstruyendo sus problemas, nos resulta un encargo de lo más sencillo y placentero. "Haz esto, no intentes aquello, cuidado con esto otro, ni un paso atrás, cabeza alta"… Cualquiera que pasase por allí pensaría que estaba entrenando al nuevo Rocky Balboa en lugar de consolando a un amigo con problemas emocionales. "No sé si me estás ayudando", dijo él. "Lógico", pensé. "Me conoce demasiado bien".

Por suerte veo mucha televisión y, a poco que uno escarbe en los archivos privados de la memoria, siempre encuentra algo a lo que agarrarse. "Te invito a una bebida caliente, te sentará bien", le dije. Y allá nos fuimos, siguiendo los consejos del doctor. Sheldon Cooper, camino de un bar en el que no entro nunca porque desde la ventana se distingue un gran escudo del Real Madrid y a mí me tiene el cardiólogo más que avisado: "¡Ni blanca ni blanco!", suele decirme blandiendo la analítica. El camarero debió de intuir esa desconfianza porque, durante dos larguísimos minutos, se dedicó a pasar la bayeta por encima de unos bocadillos que ya de por sí brillaban en exceso, como si hubieran accedido al Valhala de la pirámide alimenticia. "Jefe: dos manzanillas. Cuando pueda", dije más o menos cortés, sacando la cartera y poniéndola encima de la mesa, un poco como Ray Liotta en aquella película de mierda en la que le toca la lotería y decide compartirla con una camarera. Ahora que lo pienso, puede que fuese Nicolas Cage: le pega más.

"Para ser tu primera vez lloras como Lauren Bacall, qué envidia", le dije. A duras penas sonrió

Todavía hoy no he decidido si aquellas fueron las mejores infusiones de mi vida o las peores de la historia. Por el tiempo que tardó en servirlas, aquel botarate bien pudo ir a sacar agua de un pozo en el Himalaya e incluso robar las bolistas de infusionar en Fort Knox. Por la dureza de los azucarillos —y la ausencia de sacarina, craso error en estos tiempos de complejos físicos y diabetes— calculé que el último parroquiano en tomarse algo caliente en aquel bar debió de ser Rafael Pintos, nuestro más famoso vampiro, lo que explicaría el luto y las pocas ganas de vivir del camarero. "Seguro que Wladimir le chupó la sangre a su hija, una rubia con voz de ángel y pechitos acorazados de valkiria", le dije tratando, nuevamente, de animarlo. "En serio tío, no me estás ayudando", insistió por segunda vez. No esperé a la tercera: me levanté, recogí la cartera con gesto airado y salí del local con tanto garbo que alguien silbó a mi espalda. Me giré, por si acaso, y vi que había sido mi, hasta entonces, deprimido amigo. "Ese culo tuyo sí que me anima, pareces una carnicera brasileña", se rio con verdaderas ganas. Tomé aire, me serené, saqué a pasear mi sonrisa del perdón y, sin pensarlo dos veces, le contesté: "A ver, coño, que hay confianza… Haber empezado por ahí". Para qué estamos, si no, los amigos.

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