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Aceras: una odisea en el espacio

LA DIPUTACIÓN de Pontevedra viene de saldar una deuda histórica con mi pueblo: las aceras. No es que estuvieran en mal estado, fuesen demasiado estrechas o simplemente las hubiese devorado la maleza, como sucede en tantos puntos de nuestra geografía. Simplemente no existían, como no existen los coches voladores, las píldoras de invisibilidad o los replicantes. Cada cual entiende la ciencia ficción a su manera, tampoco hay por qué alarmarse. A uno de Vigo le parecerá la monda que su alcalde instale escaleras mecánicas para ahorrarse las cuestas mientras en Lugo, más austeros y previsores, se preguntarán algunos ciudadanos cómo de efectiva resultaría la vieja muralla ante una hipotética invasión extraterrestre. Imaginar las ciudades del futuro ha sido uno de los grandes pasatiempos de la era moderna y para nosotros, los vecinos de Campelo, ese futuro comenzaba por unas aceras que nos venían siendo negadas desde el tiempo de los romanos, que ya es mala suerte.

El proceso ha resultado áspero y tortuoso por esas cosas de la política que los ciudadanos no terminamos de entender. O, mejor dicho: por esas cosas de la política que los ciudadanos comprendemos a la perfección pero contra las que nos hemos cansado de luchar. No fue hasta el año 2015 cuando el Partido Popular perdió el control de la citada Diputación y se decidió, por fin, a dar respuesta a la justa demanda de un pueblo gobernado desde hace más de veinte años por un alcalde del BNG. Estas discordancias o incompatibilidades son el tipo de cosas que a uno no le explican cuando en el colegio se trata el tema de la democracia. De haber sabido que para conseguir unas tristes aceras se aconseja cuadrar a la misma formación política en dos instituciones diferentes, pues lo habríamos hecho. A fin de cuentas, ¿qué nos costaba? Podríamos, incluso, haber declarado la independencia y nombrar presidente de la república a Marcial, el cartero, que además es mi primo. O adherirnos a Sanxenxo y dejarlo todo en manos de Telmo Martín, que nunca ha tenido problemas a la hora de levantar nuevas estructuras. Alternativas había muchas, como les digo, pero nadie nos las enumeró y optamos por votar lo que a cada uno le vino en gana, sin pensar en juegos de poder ni en las carambolas necesarias.

"En el bar de mi abuelo teníamos veinte marcas de coñac diferentes para veinte consumidores censados"

El asunto de las expropiaciones tampoco fue plato de buen gusto para nadie. A los gallegos, en general, nos cuesta menos vender un hijo al carnicero que ceder una cuarta de terreno pensando en el bien común: algo tiene esta tierra negra y húmeda que nos atrae como el oro a las urracas hasta volvernos locos de remate, qué sé yo. De niño, recuerdo, una señora del pueblo vino a sacarnos del colegio para utilizarnos como escudos humanos en un pleito de lindes. Dos vecinos se habían enemistado por cuatro palmos de terreno y la cosa terminó en los juzgados, previo paso por las urgencias del hospital.

El caso es que la sentencia obligaba al derribo de una casa recién levantada y hacia allí nos condujo aquella mujer agitando mucho los brazos y gritando: "¡Xa veñen os rapaces! ¡Aquí están os rapaces!". La mayoría (no todos lo consiguieron y perdimos a buenos futuros hombres en el intento) sorteamos vallas, paleadoras, obreros y guardia civiles como pudimos, fintando y amagando hasta parapetarnos dentro de la casa mientras el cura —no se dejó nada al azar— ejercía de mediador ante las autoridades presentes. Ni que decir tiene que la casa sigue en pie, pero aquello no ayudó a suavizar esa fama de pueblo conflictivo que tanto asusta a los políticos cuando se plantean acometer cualquier tipo de expropiación.

Elegir un proyecto tampoco fue cosa de coser y cantar. En el bar de mi abuelo teníamos veinte marcas de coñac diferentes para veinte consumidores censados y así es muy difícil ponerse de acuerdo en lo importante. Al final, como suele suceder en estos casos, decidió una minoría por todos los demás, un apaño que no resulta demasiado edificante pero sí práctico. Lo que nadie podía imaginar es que las dichosas aceras viniesen acompañas de tanta señalización, motivo por el cuál he decidido desempolvar aquel librito que me dieron en la autoescuela cuando me saqué el permiso de conducir, no vaya a ser que por salir a dar un paseo me juegue el sueldo del mes y varios puntos en el carnet de peatón. Pero por encima de todo esto, el mayor problema surgió cuando, por fin, se dio por rematada la obra porque —y esto sí que nadie se lo esperaba— descubrimos que nos da vergüenza utilizarlas.

Supongo que será cuestión de acostumbrarse pero, de momento, seguimos aprovechando las aceras para aparcar coches mientras la gente se empeña en caminar por la carretera, como se ha hecho siempre. Doña Rosa, por ejemplo, dice que tiene miedo a resbalar. Y el señor Alejandro, que usa bastón, no se fía de que la nueva superficie aguante sus embestidas. "Muy delicadas me parecen a mí estas mariconerías", me dijo el otro día. "Poco van a durar, nada dura en este pueblo". Y algo de razón tiene, supongo, aunque su lenguaje no se ajuste a la corrección política que se estila en estos tiempos. A nadie se le olvida lo sucedido hace más de treinta años, cuando el ayuntamiento montó un parque infantil totalmente equipado: columpios, barquillas, caballitos, tobogán, canastas, porterías… A la mañana siguiente no quedaban ni los tornillos. "¡Hombre, señor Alejandro! ¡No creo que nadie vaya a robar una acera!", intenté tranquilizar al pobre viejito aunque con escasa fortuna. Sin mover los pies del asfalto me miró, escupió sobre la acera y dijo: "Nunca apuestes contra Campelo, chavaliño". Y en esas ando, supongo.