Blogue | Ciudad de Dios

Zapatero a tus zapatos

asdasdas

asdasdasdasdUn padre jubilado es toda una caja de sorpresas: no hay un solo día en el que no te lleves las manos a la cabeza o te preguntes quién es ese hombre que sonríe como si estuviera en un casting de Corega. El trabajo convierte a los hombres en bestias frías y desangeladas cuyas motivaciones vitales se reducen a ganarse el pan, disfrutar de un mal ‘western’ antes de cenar y criticar tus pintas, la música que escuchas o el tamaño de tu coche. El mío, que nunca fue de los peores, lo pasó realmente mal cuando cerró el restaurante y se despertó una mañana sabiendo que se habían acabado los cafés a primera hora, las compras, la partida de dominó con los clientes y la fregona al terminar el día. Son cosas que nadie echaría de menos si no fuera porque son toda su vida.

La semana pasada me levanté a una hora razonable y fui a buscarlo con la esperanza de inocularle algún vicio sano, de pensionista, como la pesca o la informática nivel usuario. No estaba en casa. Se había llevado el coche, a la perra y también un saco de sal que llevaba varias semanas aparcado en el garaje sin que a nadie se le ocurriese preguntar qué carajo hacía aquello allí. Supuse que se había ido a La Costa, la casa matriz y su particular patio de recreo desde que tengo uso de razón. Hace años comenzó a plantar frutales como si alguna administración lo estuviera subvencionado pero, misteriosamente, la fruta nunca llegaba a la mesa, quién sabe si por defecto de ejecución o porque a papá nunca le pareció conveniente mimarnos demasiado. Pero no nos desviemos del asunto inicial: llegué, saludé a mi tía y a mi abuela, que son las matriarcas in pectore, y enseguida comencé a escuchar un ruido como de cantera, metal golpeando la piedra y todas esas cosas. "¿Qué está haciendo papá?", les pregunté. "Mejor no quieras saber", me advirtió mi tía.

Salí a recorrer la finca y lo encontré junto al portalón, acompañado por la perra y sudando como un maratoniano en la olimpiada de Tokio, picando adoquines para rodear una planicie con vistas al mar que previamente había rellenado de tierra. "Es un aparcamiento", me dijo cuando le pregunté si era buena idea preguntar. "Mejor eso que un aeropuerto, supongo", le contesté. Y entonces se echó a reír porque desde que se abrazó a la jubilación —y se acostumbró a ella— ha desarrollado un sentido del humor que nadie conocía, si acaso sus amigos de jarana y fútbol televisado hasta las tantas. El proyecto no era sencillo, no crean. La Costa no se llama así porque esté al lado del mar, sino por su condición de pequeño Tourmalet en el que la diglosia campó a sus anchas para dotarla de un nombre tan confuso: no es A Costa, es La Costa y punto. "Primero tuve que apuntalar el terreno, para que no fuera todo abajo", me explicó. Y ahí fue cuando casi me da un síncope pensando en que mi padre se había convertido en ingeniero… Aunque mejor eso que abogado, supongo.

El caso es que el aparcamiento no es su única obra de ingeniería en los últimos meses. El tipo, mi viejo, motivado como un chiquillo con una caja de Lego, ha construido caminos, un pozo y un gallinero. La finca está rodeada de piedra y el viejo galpón, donde se refugiaban los gatos desheredados de medio pueblo, es ahora una chocita en la que dan ganas de instalarse en verano y olvidarse del mundo. "¿Pero todo esto lo hiciste tú?", le pregunto. Y entonces sonríe mirando al cielo, como si estuviese compadreando con Dios a mi costa, diciéndole cosas del tipo ¿ves lo que tengo que aguantar? "Pues claro que lo hice yo, ¿quién lo iba a hacer? ¿Zapatero?". Es una de las cosas que no se le han curado con la jubilación: acordarse del expresidente del Gobierno en cuanto se le presenta la ocasión.

Antes de irnos me lleva a la parte de atrás y allí me descubre un huerto del tamaño del Escorial en el que ha plantado ensaladas, zanahorias, repollos, brécol, coliflor y no sé cuántas cosas más, todo cubierto por una malla de plástico negro para protegerlas de los pájaros. "Y también tengo dos plataneras", me dice señalando un pequeño invernadero de fabricación artesanal. Hasta la perra se pone nerviosa con semejante despliegue así que la cojo en brazos, salimos camino de la casa y vemos a mi abuela persignándose en la puerta, dispuesta a cotillear. "Nunca tal cousa vin, non para nin un minuto", dice señalando a mi padre, que se ha puesto una careta de seguridad, algo parecido a un arnés y está tratando de arrancar una máquina de la que desconozco el nombre. "Déjalo estar, así se entretiene", le digo. Entonces frunce el ceño, rescata a la empresaria que lleva dentro, la que jamás se jubiló, y explota: "Deixar, deixo… ¿Pero quen paga todo isto?", pregunta haciendo el gestito del dinero con la yema de los dedos y poniendo cara de usurera. "¡Zapatero! ¡Quen o vai pagar!", grita mi padre desde el jardín, muerto de risa y felizmente jubilado, reconvertido en un hombre nuevo por causas naturales: mitad ingeniero, mitad humorista. Zapatero, a tus zapatos.

Comentarios