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Los nombres antiguos

ES DIFÍCIL saber si Isaac es el dueño o un cliente más en El Increíble Bar Menguante, quizás porque antes de tomar las riendas del negocio ya formaba parte del encanto del mismo, de la flora y fauna habitual de sus cuatro paredes, del universo nocturno que durante el día se oculta tras una avejentada verja de metal. El suyo es uno de esos locales que todavía dan de beber sin estridencias, sin exigencias de vestuario ni obligaciones contraídas de antemano, conscientemente alejado de la tónica habitual de luces de colores y felicidad impostada, de música comercial y perreo perpetuo, de las camareras plastificadas y los porteros de mirada trajeada.

Isaac entra y sale de la barra como un delantero centro que no se acostumbra a vivir en el área pequeña, como si necesitase bajar al medio campo para sentir el tacto de la pelota de vez en cuando. Saluda a unos, sonríe a otros, recoge vasos, sirve copas... A primera vista puede parecer un poco despistado, como si cada noche fuese su primer día en la oficina, pero a los cinco minutos de observarlo te das cuenta de que es él quien te lleva cuatro de ventaja, de que ha estado pendiente de ti desde el minuto uno y sería capaz de adivinar incluso tu grupo sanguíneo, lo que es una tranquilidad enorme cuando uno comienza la noche sin saber dónde la va a terminar. Luce algún que otro tatuaje y varios piercings, nada excesivo. Además, es capaz de hablar sin decir nada, en silencio, y su estela tranquila impregna un ambiente en el que cuesta mucho no sentirse como en casa, un hogar temporal en el que siempre hay nuevos invitados con los que charlar o simplemente cohabitar pues, por extraño que parezca, el suyo es uno de esos bares donde la conversación no ha sido prohibida y la gente dice cosas mucho más interesantes que "Puerto Rico me lo regaló" sin necesidad de gritarte al oído ni contonearse solicitando el apareamiento.

Las paredes están decoradas con carteles de viejas películas de ciencia ficción, anuncios de conciertos y ese tipo de cosas viejas que tanto gustan a los modernos. No hay mucha luz, la suficiente para reconocerse y contar la calderilla. La música acompaña desde la distancia, sin interferir, como una nana que te masajea y te permite beber relajado, arropado. Tiene mesas bajas, mesas altas y taburetes de barra entre los que se reparten personajes de todo tipo, desde universitarias con gafas de pasta hasta metaleros con chupa de cuero y melena ochentera. Pijos con camisa, reinas en minifalda, raperos, budistas, turistas, trileros… En el salón de Isaac hay de todo e incluso es habitual encontrarse con algún famoso escritor local atormentado que parece cazar musas de cara a la pared y te saluda con los ojos, como si no pudiese desperdiciar una sola palabra y todas las guardase para su próximo libro o artículo.

La última noche que me dejé caer por allí conocí a una chica de Texas, una profesora de inglés que se presentó como Katie, Katie Savage. En cualquier otro lugar, el encuentro se habría reducido a un intercambio de miradas más o menos interesadas, algún baile forzado e impregnado de sudor y una despedida fría, como si todo formase parte de un trance al que no podemos sustraernos, un ritual social al que atenerse. Sin embargo, en el bar de Isaac todo transcurre a otro ritmo y en el tiempo que pasamos haciendo cola frente a la puerta del baño pude interesarme por los orígenes concretos de Katie, su opinión sobre nuestro país, sobre la política del suyo e incluso sobre religión, que no sé por qué siempre termino hablando de religión con cualquier nativo americano al que me encuentro.

Me explicó Katie que su madre es una votante convencida de Donald Trump pero, aclaró, también muy buena gente. Su padre tiene armas en casa, lo que le parece lógico, pero no comprende que sus antiguos compañeros de Universidad se paseasen con las suyas por el campus, siempre visibles. El suyo, dice, es un país lleno de brechas absurdas y prejuicios molestos pero sigue siendo un gran país a pesar de todo, una tierra donde los sueños se cumplen y casi todo el mundo termina por encontrar la oportunidad de hacer algo bueno con su vida. Le gusta Galicia y en especial la sensación de seguridad que le transmite, esa certeza de que no existe peligro alguno a su espalda y de que la vida fluye con una tranquilidad majestuosa, sana, muy alejada del ritmo infernal de su tierra de origen lo que, a mi juicio, confirma a esta esquina de la piel de toro como lo que siempre he sospechado qué es: la primera potencia del mundo, aunque no se lo digamos a nadie.

Me terminé la copa, me despedí de Katie y me quedé un rato en la calle, observando esa casa de todos a la que es imposible no regresar cada vez que desempolvo mis viejas Converse y me empeño es aparentar menos años de los que acumulo. El cartel que adorna la entrada dice otra cosa pero las miradas acostumbradas intuyen que en la calle San Nicolás, pegado a una vieja puerta verde que bien pudo ser la inspiración de Josep Pla, se esconde una de las sensaciones más satisfactorias que pueden ofrecer las largas noches de copas en una pequeña ciudad de provincias: la posibilidad de visitar los nombres antiguos, de volver a vivir instalado en los años bárbaros mientras una profesora de Texas te pregunta si frecuentas El Pequeño Bar Menguante y tú le contestas que no, que tan solo eres un cliente habitual del Pega Moura lo llame Isaac como lo llame. Al fin y al cabo, qué sabrá él si solo es el padre.

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