Blogue | Ciudad de Dios

Justo a tiempo

Sin ninguna prueba, pero cargado de intuición, yo diría que el origen de Amazon podría encontrarse en la mítica y adictiva Teletienda

Por ignorancia, por racismo, por pura misoginia o por lo que fuera, a mi abuela siempre le preocupó sobremanera que una mujer de origen extranjero pudiese quitarme los cuartos. "¡Pero si apenas tengo cien euros ahorrados!", le decía yo para intentar tranquilizarla cada vez que hacíamos un aparte y me soltaba cien euros del mandilón de los sueños. "¿Quién me va a quitar nada a mí, abuela, si soy como un calcetín con agujeros?". Pues, miren por dónde, los temores de mi abuela no eran del todo infundados y la preguntita de marras tiene, al fin, respuesta: la dulce y avariciosa Amazon.

"From A to Z", reza el lema de este gigante norteamericano de los servicios que me ha robado el corazón o, como diríamos en España, "De la A a la Z". Casi todo está en Amazon, querido lector. Y casi todo está a un solo golpe de clic, sin salir de casa ni arriesgar la vida bajando escaleras, cruzando pasos de peatones mal señalizados o luchando a muerte por el último pijama de oferta en la planta de hombres, antes conocida como la planta de caballeros: normal que se cambiase la acepción ante semejantes espectáculos. ¿Y de dónde sacaron los cerebritos de Amazon tan buena idea? La verdad es que no lo sé. "¡Pues especule, Señor Spock!", solía ordenar el capitán Kirk a su primer ofi cial científi co en situaciones similares. Pues bien: sin ninguna prueba, pero cargado de intuición, yo diría que el origen de Amazon podría encontrarse en la mítica y adictiva Teletienda.

Las televisiones privadas nos trajeron a Jesús Vázquez, a Oliver y Benji, una tertulia en la que Alfonso Ussía se hacía pasar por progresista y también a las Mamachicho pero, por encima de todo, nos trajeron la Teletienda, que era la droga por excelencia del jubilado, del nini primigenio y de las amas de casa.

Con apenas marcar un número de teléfono –y tener al día la cartilla del banco–, cualquier hijo de vecino podía acceder a un juego de cuchillos japoneses que lo mismo servían para matar a un oso que para serrar por la mitad un viejo Seat Panda: era asombroso la cantidad de cosas inútiles que aquellos productos eran capaces de hacer, imposible resistirse. En mi casa, sin ir más lejos, triunfó una especie de máquina de coser en miniatura que se anunciaba bajo una premisa insuperable: olviden cualquier conocimiento de costura. Y así fue como –permítame especular, capitán– se consolidó aquella moda tremenda de los pantalones tejanos deshilachados a la altura de la rodilla.

La semana pasada pedí en Amazon un Casio vintage, un kilo de anacardos crudos, dos sudaderas con forro polar, una báscula, un cepillo de dientes eléctrico, una bata de casa con diseño original de The Mandalorian y un champú con su correspondiente acondicionador: tenía el pelo muy seco. Mi padre, que estas cosas las ve como malas costumbres propias de los nuevos tiempos, no se queja tanto por el dinero malgastado en caprichos puntuales como por el hecho de que los repartidores le revienten la siesta o la hora de la comida. "¿Pero otra vez aquí?", le dijo a uno de ellos, creo que al encargado de traernos los anacardos. "Sube y siéntate a la mesa, alma de dios... ¡Si ya eres de casa!". Las críticas, cuando no son directas ni interesadas, pueden tener un efecto devastador. No es mi caso, descuiden, pero puede ocurrir.

Además de la retranca inquisitiva de mi padre y los temores fundados de mi abuela, la nueva afición de comprar en Amazon también me ha costado las críticas veladas de comerciantes locales, políticos muy de izquierdas, algún representante del clero local y hasta un amigo de la infancia que se fue a Costa Rica para salvar tortugas y regresó casado con la hija de un terrateniente tico: cosas que pasan, supongo. Yo, que si por algo me distingo es por no escuchar –pero aparentando que escucho– los dejo hablar mientras agito la cabeza arriba y abajo, aparentemente afectado y comprometido con el sufrimiento de mis semejantes, a menudo ocupando mis pensamientos en una crema reductora a muy buen precio o las ofertas para el Día del Padre que, desde la mañana, inundan la bandeja principal de mi correo electrónico.

"¿Comprendes ahora el daño que haces con tanta compra compulsiva, tanto cartón y tanto paquete?", pregunta mi amigo, el recién casado con la conciencia global. La culpa es mía por haberle enviado una vajilla de Sargadelos a la mismísima San José para que sus suegros no pensasen que su familia, sus amigos y hasta su tierra lo habían abandonado. ¿Y cómo fue esto posible?

Pues sí, mi querido lector: gracias a Amazon. La moralina, cuando es de fogueo, apenas salpica a quien la utiliza para sentirse mejor persona que el prójimo. "Estás contribuyendo a consolidar un mundo peor, menos igualitario", es otro clásico argumento. Se ve que el planeta era un lugar mejor cuando se curaban las anginas con limón y cada cual fabricaba su propio calzado.

Yo, sin ánimo de ofender, prefiero los nuevos remedios alemanes y unas zapatillas de Under Armour que acabo de localizar a 49,95€: me llegan mañana, justo a tiempo para no salir de casa en toda la semana.

Comentarios