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¿España? Es lo que hay

A todos nos gusta sentirnos importantes, qué sé yo. Algunos lo disimulamos como podemos y otros, simplemente, no pierden la ocasión de cantarlo a los cuatro vientos, como si al resto del mundo le importase un carajo su complejo de Hernán Cortes, Moncho Reboiras o Indiana Jones. España va a seguir en pie sin usted, señora que fue al acto de La Castellana a insultar al presidente del Gobierno. Ni tampoco necesita sus lecciones de patriotismo, concejal de provincias que utiliza las redes sociales para atacar a quienes prefieren aprovechar el día de la Hispanidad para visitar Portugal. Y, por supuesto, a España le da igual que yo quiera ser exclusivamente gallego, vasco, catalán, liliputiense o pirata de Playmobil, pues no acostumbra a estar pendiente de los caprichos y ensoñaciones de todos nosotros salvo que nos lo ganemos en las urnas.

MxPor decirlo sin rodeos y que todos me entiendan: España es lo que hay. En algún sitio habrá que vivir, digo yo, y la historia nos ha traído hasta aquí. Un momento y un lugar, por cierto, que no están tan mal como pretenden los que reniegan de España porque, al parecer, en algún despiste afectivo les pegó un herpes genital. Ni tampoco tan bien —eso es cierto— como para permitirse el lujo de reformular el genocidio indígena de medio continente americano como una especie de inmersión lingüística gratuita y, encima, sacar pecho por ello. Como casi todas las demás, España es una nación con sus luces y sus sombras donde algunos intentamos vivir lo mejor que podemos y otros —cada vez más— se empeñan en darnos el coñazo un día sí y otro también, como si la equidistancia fuera el pecado capital a extirpar para que los dos bandos alineados frente a frente, los pros y los antis, se puedan matar en paz.

Hace mucho que decidí no permitir a nadie creerse más gallego que yo. Ni más español tampoco, aunque solo sea por molestar. Las banderitas y otros excesos de celo -sean en forma de pulsera o de boina customizada- se los pueden meter por donde les quepan que aquí va a estar el menda para recordarles que no hay vida más triste que la plegada a unos trapos de colores. Mis derechos como individuo están por encima de cualquier colectividad autoproclamada como pueblo y los pienso defender hasta el final. A mí no va a venir ningún cachorro de Galicia Nova a darme lecciones sobre cómo debo comportarme, pensar u opinar para entrar en esa arcadia imaginaria de chalets para todos, bacalao en el plato y conciertos gratis de Tanxugueiras. Ni tampoco un panfletista de Falange -o de Vox, o de cómo quiera que se organicen ahora los fachas- a explicarme que España es lo más grande porque lo dicen el Fary, Morante de la Puebla y el supremacismo lingüístico de Menéndez Pidal: déjenme en paz, especialmente los días festivos como el 12 de octubre, que uno es de dormir hasta tarde, comer en buenos restaurantes y tocarse las Españas —o las Galicias— tirado en el sofá mientras Netflix me susurra al oído que todo va a ir bien.

Me espanta la Galicia triste de nuestro nacionalismo pata negra: todo el día de luto, todo el día llorando, todo el día hablando de expolio, represión y otras palabras gruesas a las que, poco a poco, beso a beso, van vaciando de contenido. Del otro, el supuestamente alternativo, el de boina heredada y pashmina, ya ni les cuento. ¿Pero qué me cuentas de los suevos, criatura? ¿Qué me importa si Alfonso X hablaba gallego, dormía desnudo o se depilaba las cejas? ¿En qué mejora mi vida escuchar más fados y menos flamenco? En el fondo tiende uno a pensar que no les gusta Galicia tanto como presumen. Prefieren vivir en un mundo de fantasía —todo el día teorizando— donde ellos son los buenos, los gallegos de verdad, y los demás somos unos pobres desgraciados que no alcanzamos a vislumbrar el futuro que se está incubando en luminosos talleres de debate. Un niñato que sale de la universidad con dos carreras y una chapa de Castelao en la solapa se cree un guerrillero, un liberador de la Galicia mártir. En cambio, mi primo Cholo, que se pasó treinta años en Terranova, o mi tía Laura, más de cincuenta detrás de los fogones, son unos colaboracionistas por votar a quien les da la gana y hablar un gallego poco apropiado, el que aprendieron con la frente sudada y lejos de las escuelas.

Ahora que —dicen— Ana Pontón pretende ensanchar las bases del BNG, bien haría en quitarse de encima a toda esa pandilla de agoreros que llevan amasando rencores desde que ENCE era playa. Nada bueno encontrará junto a esa nobleza incrustada en las vigas de su partido sin más intención que la de resistir, como el óxido, bien alimentados y mejor acostumbrados. Galicia será lo que quiera ser, no lo que unos cuantos presuntuosos le digan que sea. Y en un liderazgo amable, desenfadado, orgulloso y con verdadero sentido de pertenencia a un pueblo, no a una secta, está la clave para conseguir lo que nunca logró el nacionalismo gallego: gobernar esta tierra, tener una voz fuerte en Madrid y no entregar España a la carcunda sin luchar, sin dejarse la piel, pues no hay acto más cobarde que cortar la cuerda para salvar la vida: eso lo sabe cualquier marinero, cualquier montañero, cualquier persona. "Cuanto peor, mejor", dice el mantra de los avaros. No, miren: cuanto peor, peor. Y si alguien cree lo contrario, que levante la mano y nos lo explique: quizás así comencemos todos a entendernos.

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