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La igualdad es otra cosa

SER la diferencia implica, en este mundo, ser la cara sospechosa de un orden establecido por una minoría de iguales con poder. Un orden falso, un orden de arenas movedizas, un orden parcial que rige para todos pero que no cuenta con todos. Ser la diferencia, por tanto, significa existir en riesgo y sobrevivir siendo sólo la silueta del ser humano que en realidad se es. Niños y niñas de mirada cruel dibujando con lápices de colores palitos y redondeles, miembros y cabezas, sobre hojas que después arrugan y tiran a la papelera. Allá van los sueños, allá las posibilidades, allá el futuro. Dimensionar esos cuerpos supone la valentía de asumir el error. Sin embargo, la partida presupuestaria que no deja de crecer es la destinada a receptáculos cada vez mayores para contener la basura en papel. Porque nos preocupamos por el medio ambiente. Ser la diferencia, en este mundo, es tener un gran problema.

La otredad. Un campo minado al otro lado de la valla. No pasar. Que lo distinto mata. ¿Qué es ese miedo? ¿Quién tiene ese miedo? ¿De dónde viene? ¿Con qué se alimenta? Uniformizar las carreteras, las calles, las tiendas, los parques, los hombres, las mujeres, las ciudades, la memoria. Dejar que se recuerde únicamente lo que pone en el manual. Lo que hay después de eso o detrás de eso es una batalla. La culpa es de la diversidad, que evoca constantemente su derecho a obtener justicia, aún sabiendo que será necesario remover el vertedero de libretas rotas con los esquemas de los seres humanos no seleccionados. La culpa es siempre del otro, que no se conforma con un bosquejo de sí. Siempre ambicionando lo que no puede poseer. Hay que defenderse de semejante rapacidad porque en un descuido, la diferencia salta la valla —ese alarde— y se aposenta en nuestro edificio, en la puerta de enfrente, en el buzón inmediatamente contiguo al nuestro, con el nombre bien grande, bien visible. Amenazante. O se atreve — qué desfachatez— a compartir mesa en el café en el que se desayuna entre iguales, se dialoga entre iguales, con las mismas frases que hicieron fuertes a los iguales de antaño. El lenguaje de la violencia no se transforma con los años porque no requiere una adaptación a los nuevos tiempos. Las fórmulas ya están escritas. El otro es el otro.

Ser la diferencia es ser el dibujo de una hipotética realidad. Es ser el residuo. Es ser la no ficción apenas perfilada que nadie se anima a desarrollar. Que se queda en la historia no narrada de alguien que pudo ser y que se perdió.

Ser la diferencia es ser el objeto perdido o empeñado que nadie vuelve a recuperar. Es llenarse de polvo en estanterías tristes, vulneradas. Es seguir ahí, expuesta e invisible, cuando el dueño se muere, cuando la tienda se traspasa y se convierte en otra tienda a la que entra mucha gente a comprar cosas que de verdad existen. En ese orden falso, de arenas movedizas, parcial. De verdad existen.

No se sabe hasta cuándo vamos a continuar así, con este legitimar lo que no es verdad, lo que no es humano. Lo que parece claro es que hay que elegir un terreno en el que ser feliz pueda ser un concepto aplicable a la diversidad. Lo que parece claro es que hay que saltar la valla, desactivar las minas, recuperar huesos y memoria mientras se echa tierra sobre discursos que ya deberían haber desaparecido. En el momento en que la mayoría estemos de ese lado, quedará expuesto el otro, el del orden y el del poder, y tendrán que ser ellos —los iguales — los que decidan dónde se van a quedar a pasar la vida, los que se pregunten —en ese instante en que ellos se han convertido en la diferencia— si merece la pena volver a experimentar la sensación de la infancia cruel que dibuja muñequitos que en realidad son personas que en realidad piensan que en realidad recuerdan.

Ser la diferencia implica comprender la infinitud del paisaje y sentir un miedo distinto al que propagan los iguales. Es un miedo a esa certidumbre que siempre va a estar ahí. La de que no van a servir los argumentos más sólidos, los razonamientos más elaborados, la lógica aplastante; de que no va a servir la verdad. La seguridad espeluznante de que, si llega el momento, todos los papeles del mundo, apenas delineados, pero sí distintos, van a ser reciclados y usados, en el grande y nuevo territorio, para reestablecer la igualdad.

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