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Pensar sola

Es difícil trabajo de saber qué se opina realmente de las cosas y si la opinión es tuya o se la has robado a alguien

Me ronda mucho, años lleva haciéndolo, lo horroroso que es pensar tan acompañada, hasta qué punto no esperaba que en la vida adulta me fuera a costar tantísimo saber qué opino realmente de las cosas.

Esta semana leí la carta en la que David Remnick, director de The New Yorker, explica por qué invitó a Steve Bannon, el ideólogo supremacista, uno de los artífices de que Trump esté en la Casa Blanca, a participar en el festival que la revista organiza todos los años. Le iba a entrevistar él mismo en un acto que sería el principal de esta edición.

portalónLe llovió, le jarreó en realidad, en Twitter y en su redacción. Que en qué estaba pensando, cómo iba la revista a dar ese ese altavoz a un hombre tan despreciable; qué tiene que decir ese energúmeno, qué aporta una entrevista a Bannon, que ni está ya en la Casa Blanca, para ayudar a entender el mundo de ahora.

En la carta, Remnick también explica por qué decidió rescindir la invitación, por qué estimó que se había equivocado. Es decir, es una carta en la que te convence de una cosa y, después, de la contraria, se defiende y achanta, te presenta su lista de pros y contras. En fin, que supone un claro documento sobre lo difícil que es pensar, decidir y actuar con todo este ruido que quisieras no escuchar pero escuchas; sobre la debilidad, sobre el miedo, sobre el cansancio, sobre cómo no queremos quedarnos solos o con según qué gente, sobre los intereses, sobre el servicio público del periodismo y sobre el negocio del periodismo, sobre el lío que tenemos todos en la cabeza, también gente aparentemente listiña como Remnick. Si a él le ocurre, cómo no al resto.

A mí, mucho. Me asombra la dificultad de la independencia, la manera que tiene de escapárseme cuando es justo a lo que siempre aspiré. Bueno, escaparse... más bien cómo la dejo ir, cómo la cambio por otra cosa, quién sabe qué, por cobardía, por pereza o por verdadera incapacidad.

Todo el tiempo tengo que estar examinándome a mí misma, preguntándome qué pienso, cerciorándome de que lo que pienso verdaderamente lo pienso yo y no alguien por mí, de que no estoy robando ideas o licitando mi cabeza para que otros me la llenen. Me pregunto más que nunca si pienso lo correcto; si, cuando pienso algo, los que tengo alrededor, los que piensan como yo, son la gente con la que quiero estar.

¿Hay cosa más estéril que esa, más estúpida? ¿Es que coincidir en una opinión es ser como ese alguien; es más, es que acaso define pensar una cosa u otra, es que solo somos eso? ¿Estoy alelada? Por tanto, acto seguido me obligo a recordar hasta qué punto no importa; cómo si quieres conocer lo que realmente, pero de verdad, piensas de algo lo último en lo que debes fijarte es en quién que te espera en ese rincón de este mundo polarizado en el que te sientes tan vieja. Hay que pensar, hay que caminar hacia él esté quien esté allí. Casi hay que esperar que esté vacío.

O apechugar, acostumbrarse a ver siempre caras nuevas. No encontrarte a los mismos en cada elección, en cada esquina que doblas. No esperar ningún confort. Cómo puede ser que forme parte de un grupo tan compacto, cómo puedo tener la cabeza por dentro como si la hubiese imaginado el algoritmo del Facebook, deducible: si piensas esto, seguro que también piensas lo otro. Para eso llevo toda la vida pensando. Intentando.

Veo lo trabajoso que es, la pereza que da y hasta qué punto es vital. Veo también cuánto conviene equivocarse, caer con todo el equipo aunque todos los que sabes que piensan bien, a los que atribuyes tal cosa, te griten lo terrible de tu error. Errar es humano, no de cabeza algorítmica. Mejor, se piensa sola.
 

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