Blogue | El portalón

La tos

Para saber cómo están sus gargantas, y su capacidad de concentración, vayan al teatro

ME CUENTA una amiga que ha ido al teatro a ver a un actor de esos que hacen que entiendas qué significa proyectar la voz, que cuando abren la boca te retumba el pecho como si te posaras ante un altavoz de Pachá Ibiza (lugar que nunca he pisado, es un decir), que te conjura la mirada desde la primera línea de texto. Un actorazo. Tiene la teoría de que, cuanto más conocidos son la obra y sus protagonistas, más público hay que no suele ir al teatro y, en consecuencia, mayor producción de toses. También que los actores más veteranos dejan unos segundos de silencio al salir a escena para que a todos nos dé tiempo a recuperarnos de la impresión por su presencia y, sobre todo, a toser libremente, porque nunca se tienen tantas ganas de toser como cuando estás en el teatro, las luces apagadas en el patio de butacas y la obra iniciada. Esto es así. Ir al teatro sirve para maravillarte, u horrorizarte, con un arte antiguo y para percatarte de lo mal que estamos de la garganta en este país pese a tener sanidad pública.

LatosLo sé porque yo también he carraspeado muchísimo en el teatro. O en el cine. En la biblioteca. En una iglesia con ceremonia en marcha. En la fila de cuatro de un avión con tres durmientes. Sosteniendo un bebé que, al fin, se rinde al sueño. En cualquier lugar que pide silencio y concentración, yo noto enseguida un picor de garganta insoportable y una pura necesidad de cruzar la pierna derecha sobre la izquierda y ahora la izquierda sobre la derecha y era mejor la postura anterior y quién lo iba a sospechar pero tengo que volver a probar otra. Es una actividad infecciosa, que se reproduce patio de butacas arriba, patio de butacas abajo, hasta el punto de que tengo la convicción de que, desde el escenario, los actores ven un mar nervioso, olas desordenadas que se activan por corrientes desconocidas, no la perfección engullidora de la de Kanagawa.

Ese frenesí me ocurre cada vez y llega a su fin con mi estado favorito en el mundo: el arrebatamiento, que sucede cuando algo me roba el pensamiento, literalmente. Me lo secuestra, me lo ocupa, me lo invade. Estoy yo venga a toser disimuladamente, que es toser mal, toser mucho más que una tos contundente y definitiva, toser en fracciones que no solucionan nada, que solo incitan nuevas toses y también estoy con el baile de San Vito y la cabeza centrifugando en un maxmix de órdenes a mi cuerpo para que se detenga de una vez y a mi propia cabeza para que deje de pensar en lo de ayer y lo de mañana y se concentre de una vez. No sucede porque me haga esa exigencia porque yo apenas me obedezco, se ve. Sin embargo, poco a poco, la obra me sustituye todo por su existencia, se me despliega por la cabeza y su manto me cubre entera, apaciguador. La imagen que mejor muestra cómo sucede tal cosa es la de dos líquidos mezclándose y uno imponiéndose sobre otro: el café manchando la leche, el pincel dejando círculos de azul en el agua mientras se limpia.

Llega una quietud y una entregada atención que mantendría dieciséis horas al día de poder elegir, un trance de concentración, una pérdida de mi yo anterior que me hace preguntarme si no seré yo esa. Quiero decir, no somos acaso más nosotros que nunca cuando nos perdemos en una obra, en un libro, en una película, en una conversación. Ay, en una buena conversación. No somos esos nosotros, los que estamos ahí entregando nuestra atención sin racanearnos. No lo somos mucho más que los nerviosos, ansiosos, preocupadísimos que se abandonan al tembleque de su pierna izquierda y a toser infinitas toses, todos a una en un teatro lleno, mientras esperamos que ese actor, ese actorazo, nos arrebate al fin.

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