Blogue | El portalón

La aguja de marear

Nos veo compartiendo fotos, alimentando algoritmos y, sobre todo, preocupándonos

EMPIEZA alguien, quién sabe quién, colgando la suya y se llenan las redes de fotos de cuarentañeros cuando eran veinteañeros. Nos conocen tan bien, nos tienen tan pillada la aguja de marear. Esta es una expresión que alude a un artefacto que ayuda en la navegación y que se llama también aguja naútica. Pudiendo llamarla aguja de marear me parece un completo desperdicio llamarla aguja naútica. A un hombre, subido a un barco para buscarse la vida, que observa con rostro verdoso la aguja de marear y, efectivamente, se marea, le invade la certeza de que su futuro está en otra parte. Ese hombre te echa a andar una novela. El mismo hombre mirando una aguja náutica, sin embargo, no tiene recorrido narrativo, de ahí mi vehemente preferencia.

El caso es que yo sé que a los cuarentones nos tienen pillada la aguja de marear las empresas de internet. Somos vanidosos y somos nostálgicos. Qué pretendemos con esas fotos, qué pretendemos. Que nos digan que qué guapos, que qué jóvenes, que no pasa el tiempo por nosotros, que en qué desván tenemos nuestro retratito envejeciendo. Y además que nos lo digan ahora, cuando es una mentira monumental, más mentira que nunca. El confinamiento, la preocupación y la expectación, este no saber que es un no saber particularísimo, ha contribuido al descolgamiento facial, a las arrugas en el entrecejo, a la palidez enfermiza y poco aristocrática. El privilegio de esperar nos deja mala cara. Estamos mal y miramos al mullido pasado, seleccionando una imagen más o menos lozana de cuando éramos jóvenes y salvajes (o al menos jóvenes). Lo que logramos es, desengañémonos, no consolarnos nada y alimentar los algoritmos, contribuir a mejorar los programas de reconocimiento facial, esos que supuestamente nos mantendrán seguros pero que, en realidad, nos acorralarán y limitarán. Todo el rato sabrán todo de nosotros y no dejamos de ayudarles para que así sea.

Cita Jenny Odell en su libro sobre la economía de la atención una reflexión de Joshua Meyrowitz, que, cuando era un estudiante universitario, hizo un viaje de tres meses. A su regreso contó a sus padres la versión menos controvertida, exenta de los momentos de peligro; a sus amigos la más aventurera y fiestera y, a sus profesores, la más cultivada, la de mayor dedicación a actividades culturales. No dejaban de ser verdad, solo que ninguna era toda la verdad. Se pregunta después cómo lo haría ahora en las redes sociales donde están presentes todos esos grupos a la vez y concluye que no elegiría ninguna de las tres versiones sino una cuarta, específicamente seleccionada para satisfacer a todos. Por tanto, para no gustar realmente a nadie. Sería la versión desabrida, blandurria, la ‘comida de avión’ de las versiones.

En eso andamos, supongo, puliendo nuestra versión perfectita y apta para todos los públicos en esos trabajos que nos obligan, o nos invitan, a proyectarnos, que son ya casi todos. Y haciéndolo también en este nuevo tiempo libre, que es una forma de llamarlo. Es el tiempo libre más esclavo que nunca, ese de trabajarse todo el rato la imagen que mostramos, de ser nuestros propios e incansables relaciones públicas.

Tienen las redes cuarto y mitad de un compartir generoso, genuino, de hacer llegar a otros algo que encuentras interesante, pero tienen mucho más de escaparate producido. Incluso, o especialmente, lo que parecen arrebatos, espontaneidades, hasta salidas de tono. No son tanto verdades como aspiraciones, puntaditas del traje que nos hacemos a nosotros mismos. Yo a los míos (concepto aquí amplísimo) los conozco, nos conozco. Nos veo las costuras. En nuestras bromas, en nuestros gracejos, en los artículos sesudos e irónicos que compartimos, en nuestras reflexiones de cultura pop y en nuestras fotos de los veinte años, con esos pelazos que teníamos, viajando, fumando, yendo a conciertos con vaqueros que hace años que perdimos, nos veo supurar pura preocupación por lo que hay, por lo que habrá y, por encima de todas las cosas, por lo que ya no habrá. Por lo que saldrá en la foto que colguemos dentro de veinte años.

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