Blogue | El portalón

Este tiempo, así

A los jóvenes aún se les abrirá el mundo mil veces, pero a muchos mayores no

TENGO UNA amiga que, de niña, tenía un miedo cerval a hacerse de ‘La Eta’. Tenía pesadillas y pedía a sus padres que si ‘se hacía de La Eta’ la abandonaran inmediatamente, no fuera a atentar contra ellos sin querer. Según sabía por el soniquete de fondo del telediario, ‘La Eta’ era algo a lo que se pertenecía y, según lo que suponía, te podías ir a dormir un día, despertarte siendo de ‘La Eta’ y estar ya perdida para siempre.

Yo, personalmente, tenía miedo a coger el sida. Quién sabe dónde. En el colegio o en un baño. A ver si bajaba a jugar a la goma con mis amigas o a comprar gominolas con forma de lombriz y subía a casa con el sida, qué triste destino ese.

En marzo supe de niños que jugaban a que les pillaba el coronavirus. Según explicaron detalladamente a sus padres y sus padres a mí, consiste en que te viene la infección atravesando el aire y, pumba, te desplomas sin que medie un segundo.

contraCuando se dice que los niños son esponjas creo que se refieren a eso, a cierta capacidad de antena, pero de antena fallida, teléfono roto que capta reverberaciones pero no el mensaje completo. O sí lo hacen pero luego lo procesan a la mitad porque no tienen aún jugos gástricos como para digerir según qué enormidades.

Por primera vez hoy he pasado por delante de un colegio en el preciso momento del recreo. La salida al patio es una imagen que me encandila, pero no por lo que vosotros creéis. No penséis en una señora de mediana edad echando la vista atrás y recordando su propia infancia; lugar en el que siempre vive, cierto. No es que me entre una nostalgia de anuncio de El Corte Inglés, de uniforme de colegio, de lápices del dos, aroma de Milan (goma de borrar, no ciudad), dolor de zapatos nuevos. Lo que me entra es alegría de vivir, felicidad de cine musical, gritos de libertad. La salida al patio es, según compruebo, todavía un desparrame. Ahora se hace por filas y con separación, todos enmascarillados, pero se mantiene lo demás: sonríen con los ojos, mueven nerviosos las piernas mientras esperan el momento de avanzar, hay empujones y cruce de miradas, unos nervios que no se pueden aguantar. Cuando al fin se deshace el pseudodesfile militar, los niños se mueven por el patio como una mancha de aceite, no hay lugar al que no lleguen. Después todo es como siempre, el carpe diem del jugar, pelearse y amigarse.

Me alivia verlo, aunque lo suponía. Me consta que hay niños sufriendo muchísimo, porque crecer es doloroso y no entender nada también. Las injusticias son especialmente injustas con ellos. Pero pienso más en los mayores. El otro día un médico me decía que no entendía ese empeño de dolerse por la juventud perdida, que un adolescente al que se le trastoca uno o dos años la realidad habitual tendrá mucho tiempo para resarcirse y marcar todos los hitos de esa edad: para salir, para ligar, para beber, enamorarse y enemistarse. Su rango de disfrute es enorme, el mundo se les abrirá aún mil veces. Un viejo, no. Para un viejo, ya mayor, al que el mundo hace tiempo que se le ha empequeñecido y convertido en un paisaje reducido con menos familia y con menos amigos, este robo de uno o dos años es un atraco a mano armada. Para alguien para quien el momentazo del día es ir al centro social o al bar a echar la partida no poder hacerlo un mes y otro y otro es una tremenda desazón. En muchos casos no les quedará tiempo después para tomarse la revancha o si les queda no les quedarán ganas o con quien hacerlo. Para muchos el tiempo que queda es este. Este, así.

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