Blogue | El portalón

El verano

Hay esperanza en este pero, sobre todo, en el próximo

ME GUSTA del verano las vacaciones, pero no son consustanciales. Si atribuyo solo al verano la capacidad de vaguear largamente soy injusta, parte este con ventaja. Supongo que muchos, los afortunados que las tenemos, podríamos pedir vacaciones en noviembre y contemplar el firme morir del otoño, seguramente en soledad.

Me gusta el verano de las piscinas de Slims Aarons, de Alex Katz y de Hockney, del mar de Sorolla. Les vibra el color y todos son asquerosamente estilosos. Destilan, por tanto, calor y frío a la vez. Me gusta el verano de Gerry Durrell en Corfú. Los veranos que ya no existen. El que describe Marta D. Riezu en su libro, el de la eternidad del veraneo infantil y el del gusto español por el recalentamiento al sol. El verano de un jardín con limonero y casa con suelo de terrazo. Me gusta ese verano pero solo visto desde el interior de la casa, con los pies descalzos, frescos mientras fuera el aire tiembla por el calor. Fuera, en el jardín, ya no me gusta ese verano.

mXMe gusta la sombra de esa casa, la sombra de las iglesias, mejor capillas, forradas por dentro de mármol, la sombra de una higuera tupida y fragante. Una higuera al final de un camino donde no hay ninguna otra sombra, una sombra, esa, que es puro alivio. Una higuera así en la Ribeira Sacra.

Me gusta el verano haciendo el muerto y teniendo 7 años, empezando las vacaciones algo antes que el resto y pensando cegada por el sol, en remojo, en todas y cada una de las niñas de mi clase escuchando a la monja.

Me gusta el verano mariñano, el de aquella tarde calurosa en Chavín que pasé con Arrate y Vicenç abrazando eucaliptos como hippies, felices por el reencuentro. Me gustan las carreteras sombreadas que dan a la playa, con las ramas de los árboles haciendo un arco y diciendo: bienvenida, bienvenida, pasamos el invierno desnudas, pero míranos ahora, hija, qué exuberancia la nuestra. Me gusta, y es pecado decirlo, si son eucaliptos bajar la ventanilla a su olor fresco y sonido crujiente.

Me gusta el verano entrando en un restaurante pekinés, con mucha hambre, y la certeza del fresco interior. Fresco no, frío. Aire acondicionado extremo que te escarcha el sudor sobre la piel ya en el quicio de la puerta. Dentro, veinte personas como tú. Veinte frutas de roscón, con los brazos y la frente de apariencia azucarada, y palillos siempre preparados para la pesca del trocito, para el continuo escoger que es una comida china, donde el despistado se pierde lo mejor.

Me gusta el verano en una gran ciudad. En esa misma, o en otra, al aire libre en una noche cerrada, viendo a la gente en ebullición, con los modelos más horrorosos y tan felices, tan salidos, tan borrachos, tan drogados, tan suyas las calles.

Me gusta el verano en los pueblos enanos, en las tiendas vacías, en la parálisis de la siesta, que detiene lo poco que había. En la fruta de hueso que hay que comer rápido para que no se pudra en el frutero. Me gusta el verano de finales de junio y de julio, las tardes que no se acaban y los anocheceres azul marino. No me gusta el de agosto, sobre todo el de final de agosto, que es ya de una decadencia insoportable, tristeza de domingo por la tarde, fruta de hueso que, efectivamente, se dejó demasiado tiempo en el frutero.

Me gusta el verano de los viajes largos, las desapariciones de un mes, arrastrando libros por aquí y por allí y leyéndolos en todos los grados entre los ángulos llano, obtuso y recto. Me gusta, por fin, volver a casa. Me gustan los veranos esperanzados, como este y, sobre todo, como el próximo.

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