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El pin

He pasado por un rarísimo catálogo de charlas, visitas y excursiones y de todas se saca algo

MXLEO EN LAS redes a muchos recordando sus charlas y excursiones de infancia y juventud y pienso, claro, en las mías. En cómo en el instituto fui a Mallorca en barco desde Valencia y me pasé el trayecto tragando biodraminas y muriéndome como solo se puede morir en el mar, con esa sensación de irrealidad que produce un escenario diseñado para ser artificialmente feliz: gama de azules por todas partes, tumbonas recalentadas al sol, floreritos pegados en el centro de las mesas del bar, a su vez atornilladas al suelo, sobre la moqueta. Kilómetros cuadrados de moqueta, el más terrorífico acolchamiento para una alérgica a los ácaros.

Me doy cuenta de que la moqueta es lo que más recuerdo. Moqueta en el barco, moqueta en el hotel, moqueta en la discoteca. Pasé unos días rodeada de ese tejido del demonio, con puntual acceso al Mediterráneo y escasa cultura, para volver en idéntico trayecto en barco, que uno de los profesores casi perdió al quedarse dormido en la sala de embarque. Ninguno lo despertamos porque el desapego adolescente es legendario y se muestra en acciones así. En inacciones así.

Por enésima vez, me veo en el tremendo salón de actos de miuniversidad pekinesa, de magníficas proporciones chinas, donde un policía no menciona las drogas ni los robos. La actitud de China con las drogas es un poco como la del VIH: fingir que no existen. Prefiere renunciar a prevenir y cargar cuando se le presenta la evidencia. En fin. El policía de lo que habla es de que no te compres una mascota y de que no reces en público. Insiste muchísimo. No quiere ver alfombritas por la gravilla del campus ni gente de rodillas con la frente tocando el suelo. Que no se entere él. Ah, y que no nos compremos una moto. Eso tampoco.

Pero lo que más me enciende el interior, lo que prende el mecanismo de la nostalgia —para lo que mi generación está tan perfectamente diseñada— es la visita anual que hacía con mi clase del colegio a la feria de maquinaria agrícola de Frigsa. Quién entiende eso. Las monjas mantenían, curso tras curso, invariable esa actividad que no tengo claro qué enseñaba a niñas de 8, 9, 10 años.

Lo que hacíamos era ir y estar. No recuerdo explicaciones o preparativos o conclusiones. Solo paseos alborotados entre segadoras y empacadoras que atribuyo al puro deseo infantil de correr y de que te dé el aire, de salir de clase, de no pasar la mañana sentada en esos pupitres sembrados de chicles en su parte inferior obligada a prestar atención a los logaritmos, los análisis de frases, el verbo to be, Becquer.

Veo clara ahora la razón de esa elección: conveniencia. A Frigsa se podía ir andando, la entrada era gratis, la carpa estaba caliente y cerrada, tenía megafonía por si una se perdía. Corríamos como locas y pedíamos permiso para llevarnos folletos y catálogos que luego, increíble, abríamos y mirábamos como quien elige qué comprar. Cuando una encontraba un stand en el que daban un trozo de queso o una gorra de marca de tractores corría la voz con una eficacia que ni el Twitter. Pronto el encargado del expositor se arrepentía de haber sido tan amable con las dos chavalitas primigenias, al percatarse de que el contrato tácito que había suscrito cuando las invitó a un pincho, pensando que eran solo dos y andaban perdidísimas, le obligaba a hacer lo propio con todo el quinto A y el quinto B de la Divina Pastora.

Volvíamos al colegio para la última hora con 25 folletos, dos pinchos de queso ingeridos y una gorra, habiendo sacado cero rédito académico a esa actividad, pero qué felicidad. No sería, supongo, la actividad que elegirían los padres de ser su competencia, pero hay que admitir que no es mala idea que una niña de una provincia agrícola y ganadera reconozca una empacadora. Quién podría ponerle a eso un pin parental.

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