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Un minuto sin dueño

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Vivo en pueblo en el que cada hora todo el mundo se calla para dejar hablar a las campanas de la iglesia. Tiene algo ese sonido, tal vez el lugar de donde viene, que impone respeto; no diré miedo. Son muchos años sobrevolando las calles y las casas, las conversaciones y los silencios... tantos como para reinar incluso sobre el ladrar de los perros. Pero mienten. Hace tiempo descubrí que esos gigantes de bronce se adelantan un minuto a la hora en la que deberían empezar a bramar. Lo sé porque comparé su pulso con el de mi teléfono, que es el universal. Siempre suenan cuando la pantalla marca 59, así que pasó un tiempo en el que 24 minutos al día no tenían dueño; no sabía si eran del pueblo o del mundo entero. La solución la encontré en la puerta del colegio, cuyo timbre de entrada suena, según pone claramente en las normas, a las 9.35. Me pilló de casualidad el estruendo una mañana con el teléfono en la mano y en su pantalla vi que eran las 9.34. Repetí la observación durante una semana y la pauta se mantuvo con total precisión. Desde entonces ya sé a quién pertenecen esos minutos. Que corra el mundo lo que quiera que lo único que va a lograr es llegar tarde a misa y a clase. Allá él con sus prisas.

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