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Tengo que ir a Monforte

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photo_camera Monforte, oculto. Foto: Toño Parga

Quizás porque mi niñez sigue jugando en aquel salón en el que cada cierto tiempo, un suspiro, todo se paraba para ver pasar el tren, siento una atracción especial por Monforte; por el Monforte de casa de mis primos, por el Monforte acuchillado a todas horas por ferrocarriles que acobardaban al más intrépido de los coches, por el Monforte cuyo honor defendía el Lemos por los campos de fútbol más importantes de Galicia, por el Monforte que tenía una piscina grande como el Mediterráneo. 

Me pareció pasar por allí el otro día. No estoy seguro. La niebla desdibujaba todo y costaba ver bien la realidad, pero juraría que las cosas seguían en su sitio. Circulé por las calles hasta que acabé en una estación de ferrocarril. Para mí que era la de Monforte. Era inmensa, pero le faltaba vida, aunque a lo mejor bullía en las vías más lejanas, borradas por la bruma... No sé.

El frío, idéntico al que me retenía toda la tarde en casa de mis primos, me invitó a salir de la estación. Monté en el coche y me fui. Atravesé la tundra de árboles adornados con liquen que rodea la ciudad y más allá de la niebla me encontré con un cielo azul infinito. Fue entonces cuando pensé, en pleno presente, que un día de estos tengo que ir a Monforte.

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