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Derrota con fluorescentes

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Como cuando un niño hace público su sincero e inconsciente deseo de hacerse mayor, recuerdo anhelar el final de mis días en las bibliotecas; soñar con un diploma que, en la letra pequeña, dejase claro que me libraba de pasar más horas en aquellas cárceles con paredes forradas de apuntes y grafitis trazados con fluorescentes de trazo grueso.

El diploma, como la madurez, llegó un soleado día con su letra pequeña. Embriagado por la euforia derribé a cabezazos los muros y entoné un himno de alegría mientras dejaba atrás aquel montón de escombros, entre los que ardían los restos de lo que en su día había sido un ordenado ejército de apuntes. Había ganado.

Ayer mismo pasé por delante de la biblioteca en la que tantas horas corrí detrás de un aprobado. El sol golpeaba su fachada y me entraron unas ganas locas de cruzar la puerta, de volver. Accedí con la sensación de que estaba robando algo y leí un poco de pie, en los pasillos. Me gustó y decidí hacerme socio, pero al rellenar los datos el funcionario se dio cuenta de que ya lo era, de que lo había sido durante todo este tiempo. En realidad, nunca había salido de aquellas paredes forradas de apuntes y grafitis fluorescentes. Había perdido.