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Arrancar una postilla

"No te arranques la postilla", le dije, y abrió los ojos todo lo que pudo para mirarme. "¿Por qué?", preguntó, y por unas décimas de segundo me vi al otro lado de los interrogantes, cuando era yo el que no entendía por qué estaba prohibido extirpar las heridas de guerra. Hay una parte de la infancia de la que más que recuerdos quedan sensaciones. No tengo en la memoria ninguna de las muchas veces en las que tiré de una costra sabiendo que no estaba haciendo lo correcto, que iba a doler, que después iba a sangrar y que el proceso se iba a repetir; pero si cierro los ojos creo que soy capaz de volver a ese momento de lucha entre la razón y el daño en el que siempre ganaba el segundo. "No te arranques la postilla", le dije, y a continuación argumenté mi mandato con lo de siempre. "Tienes que dejar que caiga sola, si la quitas te va a sangrar y después te sale otra. Además, te puede quedar una marca para siempre". "¿Tú tienes alguna de cuando eras pequeño?", me preguntó. "Sí, claro", contesté, y busqué en mis rodillas una huella de la infancia. No la encontré y di por zanjada la conversación. Me puse a mirar el teléfono y de reojo vi cómo sus deditos se posaban otra vez en la postilla. Por supuesto, no le dije nada.

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