Blogue | Que parezca un accidente

La vida a través de una pecera

DESPUÉS DE VARIOS meses de asedio inclemente, accedí a comprarle un pez a mi hija mayor. No sé muy bien de dónde sacó la idea. Imagino que de algún capitulo de la dichosa Peppa Pig. Yo tenía la esperanza de que una buena ristra de sardinas asadas en San Juan la desmotivasen, pero no fue así. Se comió media docena y siguió insistiendo en que comprásemos un pez. Pude concluir, felizmente, que nuestro instinto distingue a cualquier edad entre una mascota y un plato de comida. Por lo menos en Occidente.

Ilustración para el blog de Manuel de Lorenzo. MARUXAAyer por la tarde visitamos la tienda de animales. Julia recorrió los diferentes pasillos, se detuvo en algunas de las secciones más llamativas. Allí había compartimentos transparentes llenos de conejos hacinados, jaulas con pájaros que parecían chillar muertos de miedo, terrarios contra cuyas paredes se agolpaban los reptiles y roedores que se subían unos por encima de los otros, como desesperados por huir de su cautiverio. Una experiencia de lo más placentera para una tarde en familia.

Avisamos a una de las vendedoras de la tienda y le trasladamos el tierno deseo de Julia de tener un pez. En ese momento la niña llevaba en sus manos la típica pecera redonda. Yo mismo la acababa de coger en una de las estanterías. El cartel decía que era idónea para el tipo de peces ante los que se encontraba Julia, que señalaba a uno de ellos con gran emoción. La mujer frunció el ceño y dijo: "Estos peces necesitan mucha agua, ahí dentro durará poco tiempo con vida".

A sus cuatro años de edad, Julia se acababa de llevar una merecidísima lección. ¿Pero qué pretendía esta hija mía? ¿Llegar con toda su ilusión a una tienda de animales y llevarse a casa un pez así como así, sin recibir antes el correspondiente sermón, sin pasar por el juicio sumarísimo de una dependienta que en apenas diez segundos ya nos consideraba a Julia y a mí unos desalmados? "Durará poco tiempo con vida", había gruñido delante de una niña pequeña que todavía la observaba boquiabierta. "¡Y su espantosa muerte será culpa tuya!", le faltó añadir dirigiéndose a ella.

Yo me apresuré a explicar que mi intención, en realidad, no era ubicar al pez en aquel recipiente, sino en un enorme jarrón cilíndrico de cristal que tenemos en el salón. La vendedora contestó que el material de esos jarrones no es el apropiado para los peces: "Su visión se resentirá: es como si obligásemos a un ser humano a ver el mundo a través de unas gafas que no necesita". Sintiéndome culpable, casi miserable, por la miopía que estaba a punto de causarle al pez, respondí que podría ir aumentando las dimensiones de su hábitat a medida que fuese creciendo. Le pregunté a aquella mujer tan considerada cuánto tardaría nuestro pez en ser un ejemplar adulto y, con gran precisión, vaticinó: "Dudo mucho que llegue a adulto".

Y ahí estaba Julia. Escuchando la conversación, vislumbrando el desastre a través de su mirada inocente. Menudo bofetón de realidad. Ella y su padre iban a ser responsables del sufrimiento y la desgracia de un pobre animalito de tres centímetros de largo. Gracias a aquella mujer y su generosa sabiduría, ahora mi hija era consciente de hasta dónde llegaba su propia crueldad. Cuánto bien le estaba haciendo a la niña aquella tarde con la que tanto había soñado.

Titubeante, yo repetí que podría comprar una pecera más grande, pero la dependienta sentenció que los peces no pueden vivir en espacios redondos porque necesitan los ángulos para orientarse. Sugerí que, en tal caso, y según su propia lógica podría considerarse una indecencia que vendiesen esa clase de peceras en la tienda, pero ella zanjó el asunto con un coletazo: "Yo no decido esas cosas, solamente trabajo aquí".

Aproveché ese despiste en su guardia para hacerla trabajar. Le pregunté si, a pesar de todas esas enseñanzas que amablemente había compartido con nosotros, podría vendernos un pez. Contestó que eligiésemos el que quisiésemos, pero en mi cabeza aquello sonó como ese verso de Hotel California que dice: "Podéis hacer el check out cuando queráis, pero nunca podréis iros de aquí".

Le pregunté a Julia qué pez le gustaba más, ella eligió el primero que había visto, pagamos en caja, agarré a Julia de la mano y salí pitando.

Esta mañana me he despertado pensando en el pez. Di por hecho que durante la noche se habría quedado cegato intentando enfocar algo a través del cristal del jarrón. Supuse que ya habría fallecido, teniendo en cuenta mi falta de humanidad y mi escasa empatía con los seres vivos. Me levanté, entré en el salón con la cabeza gacha, considerando las diferentes opciones para deshacerme del cadáver, y allí estaba el pez, tan campante, haciendo cosas de pez y poniendo cara de pez. Contra todo pronóstico, el muy terco seguía vivo. A ver qué le digo yo ahora a mi hija.

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