Blogue | Que parezca un accidente

Una peli de John Ford, qué importa cuál

Tenía las hechuras de la típica noche perfecta. Una cena estupenda, recién preparada, reposando en la encimera de la cocina. Un vino magnífico aguardando a ser descorchado. Luz tenue, buena música. En la tele, lista para ser reproducida justo después de cenar, una peli de John Ford, qué importa cuál. Y lo más importante de todo: el piso entero a mi disposición.

Sin nombreLas niñas querían pasar una noche en la casa de sus abuelos. Llevaban varias semanas, puede que incluso décadas, pidiéndonos ir a dormir allí. Recuerdo que la negociación fue especialmente dura, casi despiadada: una noche Julia se abalanzó sobre nosotros exclamando "¡porfi, papi, porfi, mami!" y accedimos sin remedio, a punto de pedir clemencia. El sábado por la tarde se despidieron de mí hasta el domingo por la mañana, como si hablasen de un futuro incierto y lejano, las acompañé hasta el ascensor, les di un beso y se marcharon con su madre a la casa de mis suegros. En ese momento me di la vuelta y allí estaba nuestro piso. Solitario y tranquilo. Susurrándome. Invitándome a entrar. Dispuesto a tener una cita a solas conmigo después de un año, dos meses y una pandemia.

La sensación que uno tiene cuando se queda solo en casa por primera vez en mucho tiempo va variando a medida que pasan los años. Durante la infancia, una casa vacía y cerrada es un lugar aterrador. Una mazmorra menguante, claustrofóbica. Sin escapatoria. La sola idea de permanecer allí varias horas sin compañía te produce pánico. Mi mujer suele comentar lo mal que lo pasó la primera vez que se quedó sola en casa, siendo una niña pequeña. Curiosamente, sucedió un par de años antes de que se estrenase la película que llevó a la fama a Macaulay Culkin, aunque los hechos son muy similares.

La familia había convenido reunirse en casa de mis suegros la mañana en la que se marchaban todos juntos de vacaciones. Allí estaban mi mujer, sus tres hermanas, sus padres, cuatro de sus tíos y cuatro de sus primos. En total, catorce personas que debían bajar a la calle con el equipaje y distribuirse entre tres coches rumbo a la playa. La típica estampa vacacional de los 80. Cansada de aquel desorden de maletas, sombrillas y piernas aleatorias que recorrían la casa de un lado a otro, la niña que entonces era mi mujer decidió irse a su habitación a jugar un rato sobre la alfombra. Nadie se dio cuenta de que estaba allí, de que no formaba parte del enjambre. El resto de los familiares salieron de casa antes de que mi suegro cerrase con llave y se subieron a los coches. Cada conductor dio por hecho que cualquiera que no fuese con él, iría con otro. Era cuestión de lógica.

La niña que faltaba se dio cuenta de que se había quedado sola. El silencio era atronador. Corrió a la puerta y se la encontró cerrada. Chilló y lloró a pleno pulmón, pero no obtuvo respuesta. Salió corriendo al balcón, que da hacia la parte de atrás de la casa, y se puso a gritar presa del terror. Por fortuna, una vecina que se encontraba regando las plantas de su patio la escuchó y le preguntó qué ocurría. Segundos más tarde, como si se tratase de una escena cinematográfica, esa misma vecina detenía en plena calle el coche de mi suegro, que en ese instante arrancaba en comitiva hacia la playa con toda su familia a bordo menos una de sus hijas.

El tiempo, no obstante, hace su trabajo, y cuando aterrizas en la adolescencia, quedarte solo en casa es una especie de regalo precioso del destino. Tus padres se marchan unos días y aquella mazmorra menguante y claustrofóbica que antes te resultaba aterradora ahora es un parque temático ideado para el regocijo de tus hormonas en ebullición. Fiestas, amoríos y compadraje. Todo a la vez. Recuerdo que en cierta ocasión mis padres se marcharon un fin de semana y no me llevaron con ellos porque estaba castigado. Tenía que quedarme en casa sin salir hasta su regreso. Yo desvié el teléfono fijo al del piso de un amigo, me fui hasta allí y organizamos una juerga. Mi padre debió de sospechar algo cuando telefoneó para ver cómo estaba, porque me hizo jurar que me encontraba en nuestra casa. Yo lo juré, convencido de que no había forma de que me descubriese. Él contestó: "Acércate a la cocina y enciende nuestra Thermomix". Mierda... Qué cabrón.

A mi edad, quedarme solo en casa significa tener tiempo para mí. Una cena estupenda, un vino magnífico, luz tenue, buena música, una peli de John Ford y el piso entero a mi disposición. En cuanto las niñas y mi mujer se marcharon, me recosté en el sofá dispuesto a disfrutar de la calma, de la vida a cámara lenta, de esa agradable compañera que es a veces la soledad. No aguanté despierto ni cinco minutos. Me despertaron mis hijas entrando en casa el domingo por la mañana como un huracán. La cena en la encimera. El vino sin abrir. En la tele, lista para ser reproducida, una película de John Ford. Qué importa cuál.

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