Blogue | Que parezca un accidente

El vecino perfecto

LA PERFECCIÓN siempre es maniática, es neurótica. Hay algo desquiciado en ella. En el intento de alcanzarla y mantenerla. Constituye un nivel insano de autoexigencia. Lo impecable es obsesivo. Lo impoluto es obsesivo. Decía Emil Cioran que la perfección es la muerte, pero la perfección —me parece que esto lo escribió Fontanarrosa— no es más que un defecto como otro cualquiera.

El vecino de mis suegros encarna la perfección. Su conducta es irreprochable. Su atuendo es irreprochable. Su coche es irreprochable. Incluso la montura de sus gafas es irreprochable. Su casa es un paradigma de armonía y simetría. Su vida es metódica, ajustada a un sistema ordenado y preciso, sin fisuras. Es un hombre puntual, discreto y moderado. En su universo personal no hay espacio para la incorrección o la anarquía. Vive en un mundo perfectamente equilibrado. Siempre tiene un detalle, siempre la palabra correcta. Y además es el vecino perfecto.

el vecino perfectoEl domingo pasado celebramos una barbacoa en el jardín y él nos vio por casualidad desde su ventana. El núcleo familiar de mi mujer está formado por catorce personas y ese día asistimos todos: mis cuñados, mis cuñadas, mis suegros, mis sobrinas, mis hijas, mi mujer y yo. Lo pasamos estupendamente desde el momento en que llegamos y comenzamos a hacer las brasas. Colocamos una mesa enorme bajo los árboles, decoramos algunas ramas con guirnaldas y otros motivos alegres y coloridos, abrimos unas cervezas, bebimos vermú y también un buen godello. Nos reímos y charlamos sobre frivolidades, que es lo único de lo que se debe charlar cuando uno está pasando un día en familia. Nos entretuvimos jugando con las niñas, picamos algo de fiambre y de empanada, seguimos bebiendo vermú y también godello y nos olvidamos pos completo de las brasas.

Cuando por fin sacamos el pan y el queso y el tomate y la cebolla y la lechuga y los pepinillos y las salsas y las patatas y las hamburguesas, las brasas estaban prácticamente apagadas. Probamos suerte colocando algunas hamburguesas en la barbacoa, pero era como intentar hervir agua posando un vaso sobre un radiador. No había temperatura suficiente para cocinar la carne. Esperamos unos minutos, pero nada. Solamente carcajadas. La segunda ley de la termodinámica jugaba en nuestra contra.

Fue divertido intentar avivar las brasas y constatar nuestra inoperancia. El fuelle provocó que parte de la carne se cubriese de cenizas y la única opción que nos quedaba era volver a hacer fuego e iniciar de nuevo todo el proceso, pero el queso empezaba a sudar, las patatas se estaban reblandeciendo y las hortalizas ya cortadas, que nos contemplaban desconcertadas desde los platos, cada vez se iban secando más. Fue entonces cuando se abrió la puerta y apareció el vecino.

"No he podido evitar observar lo que os ha pasado", comentó con su voz perfecta mientras nos mostraba su sonrisa perfecta. Su lenguaje corporal era acertado y preciso; ni demasiado condescendiente ni demasiado apocado. "No os importa que pase y os eche una mano, ¿no?". Traía con él un cable alargador y una plancha eléctrica con una superficie similar a la de una parrilla. Preguntó dónde había un enchufe y pronosticó que solucionaría nuestro problema "en un momento". Asentó la plancha eléctrica sobre una mesa auxiliar, la conectó y, mientras intercambiaba unas palabras amables con mis suegros, se puso manos a la obra.

Colocó las hamburguesas sobre una de las fuentes. A su lado, formando tres filas, dispuso los panes y el resto de ingredientes de forma especialmente ordenada. A medida que cocinaba la carne en la plancha nos iba preguntando a cada uno de los que nos encontrábamos allí cómo queríamos la hamburguesa, con cebolla o sin cebolla, con tomate o sin tomate, con lechuga o sin lechuga, con mostaza o sin mostaza. Todos le íbamos dando instrucciones según nuestras preferencias y él las cumplía sin vacilar, acaso haciendo alguna sugerencia culinaria para futuras ocasiones.

Las hamburguesas salieron perfectas. Cada bocado era una delicia. Todo en su punto, cada cosa en su sitio. La cantidad exacta de cada ingrediente, la textura idónea, la temperatura óptima. Comimos aquellas hamburguesas perfectas prácticamente en silencio, disfrutando de su sabor y de la brisa de la montaña y de la sombra de aquellos árboles en el jardín. Se acabaron las risas y las burlas a los que debían haberse encargado de las brasas. Se acabaron los gritos y los aspavientos al ver cómo la carne se llenaba de ceniza. Se acabaron las prisas y el desorden. Se acabó el bullicio. Con sus hamburguesas perfectas y su ayuda perfecta, el vecino perfecto nos había estropeado el día.

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